"Las medidas más extremas como la cancelación de una cuenta aparecen en casos como el de Trump, de personas a las que no les importa vivir en comunidad, solo quieren una tribuna para esparcir su veneno". REUTERS
"Las medidas más extremas como la cancelación de una cuenta aparecen en casos como el de Trump, de personas a las que no les importa vivir en comunidad, solo quieren una tribuna para esparcir su veneno". REUTERS
/ ERIN SCOTT
Andrés Calderón

Donald Trump, presidente de EE.UU., se quedó sin su cuenta de Twitter, y tampoco podrá postear, al menos durante dos semanas, en Facebook ni Instagram. Otras redes sociales como Twitch, Tik Tok, You Tube, Snapchat y Pinterest han adoptado medidas para retirar o filtrar contenido que Trump o sus seguidores compartían y que incitaban a acciones violentas como la toma del Capitolio o propagaban desinformación como la alegación sin sustento de fraude en las elecciones que ganó Joe Biden.

Aun así, Trump no ha sido censurado. Cualquier estudiante de Derecho en EE.UU. sabe que la Primera Enmienda de su Constitución protege la libertad de discurso de las personas frente a la censura estatal. No existe un derecho contra la “censura privada”. La razón es muy sencilla. Una persona tiene derecho a expresar lo que quiera, pero no tiene derecho a obligar a que una empresa privada lo transmita. Las compañías, incluida Twitter, también tienen libertad de expresión para decidir lo que se va a difundir a través de ellas.

En varias columnas he explicado este concepto, así que esta vez me voy a enfocar en un segundo nivel de discusión. Siendo legal, ¿es deseable que Twitter y otras redes “cancelen” a Trump? ¿No tienen demasiado poder estas plataformas para decidir lo que es bueno y lo que es malo o peligroso? Son interrogantes válidas que colegas académicos y activistas sobre libertad de expresión se vienen planteando en diversas partes del mundo.

Debo reconocer que antes creía que lo ideal sería que todo el mundo pudiera decir lo que quisiera sin ningún tapujo. Las ideas se combaten con ideas y, entonces, si alguien se siente ofendido o agredido, simplemente puede ignorar esos mensajes o salirse de la red social. Esta posición hoy me suena egocéntrica y excesivamente simplista. A mí, personalmente, no me afectan los ataques en redes sociales. Cuando vienen hordas de trolls, las ignoro. Y ocasionalmente me he salido de alguna red cuando sentía que necesitaba un poco de desintoxicación. Pero no todos son como yo. Algunas personas pueden estar en situaciones más vulnerables, ser objeto de ataques verbales más nocivos, y quizá por razones personales o profesionales, no tienen tanta libertad para desconectarse.

Comprendo, entonces, que sí hay un interés de muchas personas por que las redes sociales moderen los contenidos que allí se divulgan. Y me parece bien que estas plataformas respondan, no a ninguna imposición estatal, sino a la demanda de sus usuarios. De hecho, si algo se puede criticar a las redes sociales es la demora y falta de predictibilidad y transparencia en sus decisiones para filtrar o retirar ciertos contenidos.

Además, creo que hay algunas ventajas con que los espacios privados determinen y apliquen sus propias reglas de moderación.

Una primera es que la decisión no responde al criterio centralizado de un juez o un burócrata, sino a la influencia descentralizada que realizan millones de usuarios. Una segunda es que el costo del error es menor. No hay una multa, indemnización ni una pena de cárcel. Donald Trump ha perdido una plataforma, pero si su discurso es tan popular y aceptado, podrá migrar a otra.

Finalmente, los mecanismos privados suelen ser más paulatinos. Si alguien realmente quiere entablar un diálogo, las decisiones de moderación dejan enseñanzas a través de sus advertencias y suspensiones temporales. Las medidas más extremas como la cancelación de una cuenta aparecen en casos como el de Trump, de personas a las que no les importa vivir en comunidad, solo quieren una tribuna para esparcir su veneno.