Una de las desgracias de nuestra vida política es la conversión de muchos partidos políticos en camarillas. Esta transformación ha sido consecuencia de una cultura del conflicto que ha recorrido nuestra historia desde los Hermanos Ayar. El apetito de poder, el culto a la personalidad, los prejuicios y desconfianzas, los intereses económicos y políticos subalternos han estado a la orden del día usando el partido como un medio de satisfacción de las apetencias del caudillo o de sus miembros.
Cada votación nos podía hacer pensar en un cambio. Las decepciones han respondido siempre a las ilusiones electorales. Pero, en el caso de este Congreso, la decepción ha sido mayor. En enero pasado se trataba de la ocasión de cambiar nuestra vida política. En vez de eso, recibimos un Parlamento con las mismas viejas prácticas. Hoy la mayor parte de los grupos que ocupan el Congreso ya pueden ser considerados partidos tradicionales.
Sea cualquiera que haya sido su intención, la votación en contra de un gabinete que casi no había empezado sus funciones, nos recordó nuestro viejo problema: los intereses, prejuicios o convicciones particulares por encima del bien común. En muchos casos es un asunto de formación. Pocos pueden ir más allá de las barreras de cualquier tipo que su grupo le crea.
En mucho de todo esto hay un espíritu de división que alienta una visión maniquea del mundo, como bien dijo Fernando Carvallo en RPP el martes pasado: la idea de que el mundo está dividido en estancos cerrados; es decir, minería versus agricultura, grandes empresas versus pequeñas, ricos contra pobres. Esta visión ingenua y absurda del mundo en algunos grupos, adscrita en una cultura de la desconfianza, es el caldo de cultivo perfecto para los apetitos particulares de otros que piensan menos pero ambicionan más. Es allí donde aparecen los botines económicos o de poder.
En este panorama, la conducta de un partido de larga trayectoria moral como Acción Popular es una decepción particular. Solo el alcalde Jorge Muñoz tuvo la valentía de decir el mismo martes, con claridad e inteligencia, lo que pensaba. El miércoles pasado, en el noticiero del canal siete, el presidente del partido afirmó que la bancada se había equivocado con su voto. Luego la conferencia del presidente del Congreso el mismo miércoles fue vacía y errática, en medio de su aspereza. El partido del presidente Belaunde, hoy dividido y disperso, no se merecía estos herederos en el Congreso.
En presentaciones y entrevistas recientes, la periodista Rosa María Palacios ha llegado a una conclusión muy razonable. El proyecto de las bancadas congresales supone vacar al presidente en los próximos meses, reformar la Constitución para reelegirse y tomar como trofeo las elecciones del año entrante. Con un presidente con un alto índice de popularidad, esta sería una movida arriesgada. Sin embargo, las protestas callejeras se frenarían por las restricciones de la pandemia. No es una suposición descaminada.
El interés prioritario hoy es asistir a toda la población vulnerable. Las dificultades médicas en las zonas más remotas del país son inaceptables e infinitas y todo lo que pueda hacer el Gobierno y las instituciones para remediar el dolor y el desamparo va a ser insuficiente. Tenemos una multitud de héroes anónimos en estas circunstancias.
Y mientras tanto, lejos de estas urgencias, los personajes políticos cambian pero el juego es el mismo. Es difícil definir esta situación del Congreso pero por ahora se me ocurre que se trata de un suicidio moral. Quieren acabar con Vizcarra pero podrían hacer que aumente su popularidad. Los de Fuerza Popular ya lo sabían y eso explica su voto.