La tradicional parada militar del 29 de julio fue suspendida este año por razones conocidas. Sugiero aprovechar esa decisión para repensar los simbolismos de la patria frente a situaciones de guerra. Concretamente, propongo complementar futuras paradas militares con una marcha anual de peruanos que representen la enorme variedad de los mundos sociales que componen el Perú.
Es que, salvo el enfrentamiento bélico con Chile, nunca ha sido tan evidente el papel de una sociedad en una guerra. La capacidad de una nación para defenderse descansa, no solo en los fierros que portan sus militares, sino en lo “bien armada” que esté su estructura social. Hoy, peleamos dos guerras simultáneas: una contra la pandemia del COVID-19 y otra contra el colapso económico; y en ambas, el reporte diario del frente es una relación de retrocesos y fallecidos. Día a día se comprueba que, con o sin tanques, somos una sociedad “pobremente armada”.
¿Cuál es el camino hacia una sociedad con más capacidad para defenderse, sobre todo en guerras como las actuales en las que cada ciudadano es un soldado? En mi opinión, el requisito clave es la confianza entre las personas, base de cualquier estructura social. La confianza es un cultivo sensible, gradual y que requiere atención. Si miramos al fútbol, es el conocimiento mutuo y la confianza entre los jugadores lo que permite al equipo “armar juego”, multiplicando las habilidades individuales. Pero la sabiduría deportiva no se extiende a la vida social en general, y la explicación, creo, se encuentra en la historia.
La confianza empieza con conocernos las caras y, hasta muy recientemente, la mayor parte de nuestra población vivía en extremo aislamiento individual. Dos causas se unieron para producir y prolongar este distanciamiento: las barreras geográficas extremas y la concentración de poder (también extrema). Describiendo la vida en los pequeños pueblos del Cusco hace un siglo, Uriel García escribió: “la aldea es un claustro montañero donde la acción del hombre tiene un límite constreñido [...]. Cada pueblo es una cueva donde el hombre vive preso”. En esos mismos años, José de la Riva Agüero y Osma se aventuró a conocer el Perú en un viaje de varios meses. Pero en su recuento del viaje, no figura una sola conversación con algún poblador que no fuera un hacendado o un alto funcionario. Jorge Basadre comentó al respecto: “hay pocas alusiones a la miseria, el hambre, el atraso, la subproducción y el subconsumo en las que vivía el hombre andino [...] [Riva Agüero] no tenía ‘ojos de ver’ esas cosas”.
No obstante, hace cerca de un siglo pasamos del distanciamiento extremo a un acercamiento veloz. Desde mediados del siglo XX, se ha producido una explosión de presencia del Estado en el “Perú profundo”, particularmente con la llegada masiva de la educación pública, de personal de salud, y con la multiplicación de los gobiernos locales. Hoy, más que ausencia de Estado, el problema es el desorden producido por tantos cambios tan rápidamente.
Es hora de empezar la aventura de finalmente conocernos, aunque sea a través de una breve mirada a la cara, como sería una “parada” representativa de la multitud de peruanidades que somos. Empecemos a armar el rompecabezas que es nuestro país, conociendo en un desfile, por ejemplo, a los 1.874 distritos del Perú, junto con representantes de cientos de ocupaciones, todas con necesidades, normas y estilos de vida propios.