Hace unas semanas, la periodista Lorena Álvarez publicó el libro “Primero muerta”, en el que presenta el perfil de seis asesinos de mujeres. A lo largo de sus páginas, van apareciendo asuntos que deberíamos estar discutiendo en el país, como el asesinato de niñas y adolescentes, los problemas del sistema de justicia y la salud mental.
Sobre este último tema, precisamente, habló Álvarez hace algunos días, al contar lo que le sucedió cuando, en un foro internacional que giraba en torno a cómo cubrir la violencia de género, planteó el tema de la salud mental y fue cuestionada por todos los presentes. “Me decían: ‘Eso es humanizarlos, y a los feminicidas no se les puede humanizar’”, narró. Una actitud frente a la que ella es crítica, pues los periodistas no pueden simplemente eliminar una variable de la historia porque así lo deciden. “[El asunto] no pasa por perdonarlos, por sentirles lástima, porque sean inimputables, pero sí reconocer que hay un problema de salud mental”, añadió.
Para entender la controversia que genera hablar de salud mental y violencia de género, podemos acudir a un libro publicado hace un par de meses por la periodista de investigación australiana Jess Hill, titulado “See What You Made Me Do. Power, Control and Domestic Abuse” (Mira lo que me hiciste hacer. Poder, control y abuso doméstico). Allí, en el capítulo “La mente abusiva”, la autora pone énfasis en lo que llama una “guerra intelectual” librada entre dos modelos que buscan contestar por qué los hombres son violentos con las mujeres.
El primero insiste en que la causa fundamental de la violencia hacia las mujeres se encuentra en problemas como las “enfermedades mentales, el abuso de las sustancias y el trauma de la infancia”. En el segundo, esta se entiende como una consecuencia de la sociedad en la que vivimos: “Un sistema en el que los hombres sienten derecho a dominar, desprestigiar o ignorar a una mujer”. Mientras que el primer modelo considera la perspectiva de género irrelevante para explicar las causas de la violencia, el segundo hace lo propio con la historia del abusador.
La primera teoría encuentra apoyo, entre otras cosas, en que “los estudios de perpetradores de violencia doméstica sí muestran una incidencia más allá del promedio de trastornos de la personalidad, especialmente de los llamados trastornos ‘antisociales’, como la sociopatía, la psicopatía y la personalidad borderline”. La segunda, otra vez por solo mencionar un punto, en las muchas investigaciones que muestran que “los hombres son más propensos a abusar si es que a) han sido socializados en roles de género rígidos, b) creen que los hombres son naturalmente superiores o c) sienten que su masculinidad o autoridad ha sido amenazada, particularmente si las mujeres no han cumplido con sus expectativas de roles de género”.
Ahora bien, ¿cuál tiene razón? Hill propone que ninguno. Mejor dicho, ninguno por sí solo, pues ambos modelos se quedan cortos: no explican todos los casos o no los explican del todo. O, dicho de otro modo, nos pintan a un Juan con una enfermedad mental y con comportamientos sin ningún contexto en la sociedad machista, o nos pintan a un Juan sin pasado, sin traumas de la infancia y sin ninguna otra característica más que odiar a las mujeres. Aunque Hill es clara en que al centro de la violencia doméstica “están las erróneas ideas en torno al género”, la realidad no tiene una sola dimensión, por lo que las perspectivas tienen que integrarse. Precisamente esto último es lo que muestra Hill en el libro.
Podemos entender de dónde viene la reticencia a hablar de la salud mental y la psicología de los perpetradores. Sabemos lo difícil que sigue siendo la lucha para que la violencia y el abuso sean tratados con la seriedad que merecen. Sabemos lo importante que es que se entienda que estamos ante un problema que requiere una perspectiva de género. Y sabemos también que la salud mental es un tema que todavía carga mucho estigma en el país; a nadie le gustaría que este punto de la discusión sobre violencia de género sea malinterpretado y usado para postular que tener problemas de salud convierte a las personas en abusadoras. Pero si a algo nos llaman los trabajos de Hill y de Álvarez, es a no cerrar la conversación antes de que esta comience, y a no tener miedo a lo que la investigación seria pueda mostrarnos. Nada logramos escondiendo lo que no nos gusta debajo de la alfombra.