Alguna vez, conversando con mi amigo Felipe Ortiz de Zevallos, llegamos a la conclusión de que las colas son un ritual que nos refleja. Nuestro sentido de la patria depende de la espera. La vida peruana es una inmensa espera, que podría desafiar cualquier predicción sobre el futuro. Esto rige para las grandes esperanzas como para las pequeñas rutinas. Si vamos al mercado o a la tienda, con frecuencia hay una cola al entrar, lo mismo que al banco, lo mismo que a alguna entidad pública.
Hay excepciones honrosas en este ámbito. Pero la mayor parte de las situaciones confirman la regla. La espera por renovar el pasaporte, por ejemplo. Hoy es imposible hacerlo en Lima. Hay que buscar un lugar en Tumbes, Tarapoto, Tacna, Puno o Iquitos. Para eso también se requiere una cola virtual.
Hay colas mucho más dramáticas y desesperadas. Los vecinos de San Juan de Lurigancho han tenido que esperar por el agua en días de desamparo (salvo por la asistencia que les dio la Municipalidad de Lima). El distrito representa el 11% de la población de Lima, con mayoría de jóvenes. San Juan de Lurigancho, que se llama así en recuerdo de San Juan Bautista y de la palabra de origen quechua “ruricancho”, es un país en sí mismo. En él se hablan el aimara, el quechua y el asháninka.
Del mismo modo que tenemos que esperar que se ratifique a un banquero de primer nivel como Julio Velarde y nombrar a su directorio en el BCR. Del mismo modo tenemos que esperar a que se resuelva el destino del cuerpo de Abimael Guzmán en medio de una confusión de autoridades. Al respecto, me parece muy justa la propuesta de Juan Carlos Tafur, según la cual debíamos designar un día de conmemoración de la victoria social y política en contra del terrorismo. En medio de la dispersión de autoridades, es absurdo que el cuerpo de Guzmán siga esperando su destino. Es un episodio vergonzoso que será recordado cuando se recuerde a un personaje nefasto.
La vida personal y la social están compuestas por numerosas colas. Hay algunos que han renunciado, argumentando que no tiene sentido esperar en vista de que todo está destinado a perecer.
Nadie nos habló del tedio de la espera mejor que Beckett en “Esperando a Godot”. En esa obra, dos personajes llamados Vladimir y Estragón esperan a un ser llamado Godot, que muchos han identificado con Dios. En la última escena, uno de ellos le propone al otro irse del lugar donde están. Ambos están de acuerdo, pero se quedan inmóviles. Las luces se apagan. Siguen esperando.
En una sociedad marcada por las dilaciones y las colas, pensamos que tal vez nuestro destino es el de una novela que convirtió la espera en un asunto central: “El coronel no tiene quien le escriba”. Al final, cuando está claro que la espera no tendrá fin, su esposa le pregunta qué van a comer. El coronel le ofrece la famosa y definitiva respuesta. (Es una sola palabra, al final del libro, y corresponde a los que están hartos de esperar).
Frente a este ritual peruano, la cultura popular ha inventado un lema irónico que es un consejo práctico: “A esperar sentado”. Pero cuando la espera producto del caos, la incertidumbre, el desgobierno, se prolonga y pierde sentido, empiezan la violencia y el hartazgo. La desesperación significa la renuncia. Aun así, el peruano parece hecho para el aguante.
Muchos seguiremos esperando. Parafraseando una gran frase sobre Kafka, podemos decir que si Beckett fuera peruano sería un escritor costumbrista.
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