"Al ver a médicos y al personal sanitario luchando y cayendo en la primera línea de esta terrible pandemia, mientras otro contingente se embarca diariamente camino a Iquitos, algunos envueltos en la bandera peruana, pienso en la tradición del servicio público que nos redime".
"Al ver a médicos y al personal sanitario luchando y cayendo en la primera línea de esta terrible pandemia, mientras otro contingente se embarca diariamente camino a Iquitos, algunos envueltos en la bandera peruana, pienso en la tradición del servicio público que nos redime".
Carmen McEvoy

La frase “canibalismo político”–acuñada a fines del siglo XIX o principios del XX– sigue aún vigente. Probablemente porque describe en un par de palabras el procedimiento –digamos simbólico– de una cultura política que, como en el caso de la nuestra, no fue entrenada para el diálogo sino para la eliminación del rival “devorándolo”.

La historia de este procedimiento, que hunde sus raíces en la primera república, no ha recibido el interés de nuestra historiografía. A pesar de ser una constante que exhibe múltiples ejemplos que van desde el balazo por la espalda hasta el exilio forzado, pasando por la calumnia, cuyo objetivo es destruir el buen nombre de un potencial adversario cuyo “poder” amenaza al propio. Porque de lo que se trata no es de compartir un horizonte mutuamente beneficioso sino de copar, hegemonizar y dominar denigrando al opositor. Es por ello que no sorprende que esa inquebrantable voluntad de poder absoluto, que no encuentra oposición en instituciones democráticas frágiles, fuera expresada en el himno de Sendero Luminoso. El grito de guerra de centenares de jóvenes peruanos, adoctrinados por un asesino obseso, apeló al mantra de origen leninista (“salvo el poder, todo es ilusión”) que condujo irremediablemente a esa espiral de violencia (“asaltando cielos con la fuerza del fusil”) tan nefasta para nuestra historia republicana.

La obsesión por el poder fue tempranamente discutida y ejemplificada por Jorge Basadre en “La iniciación de la república”. En su extraordinaria obra de juventud, el historiador tacneño discutió en detalle la confrontación entre dos paradigmas que marcaron, ciertamente con matices y variables, buena parte del siglo XIX. En una interesante comparación que no se da con frecuencia en su monumental obra, Basadre coloca de un lado al general Agustín Gamarra, un hombre de “insurrecta ambición” pero sin méritos y “experto en el arte de la intriga y el doblez”, de quien el general Sucre auguró “o es presidente o se hace el”. Y del otro, al mariscal José de la Mar, “serio y afable, poco amigo del boato” y con una brillante hoja de servicios forjada en sus campañas contra la invasión napoleónica, donde obtuvo el título de mariscal. El oficial a cargo del contingente peruano en la batalla de Ayacucho “no era soldadesco” y, de acuerdo a Basadre, tal vez el único militar que al jurar respeto por la Constitución decía la verdad.

Dos veces presidente de la República (1822-1823 y 1827-1829), La Mar será descrito como “el más tenaz y el más tímido de los hombres, capaz de todo lo grande”, pero incapaz de concretarlo por no tener esa ambición que caracterizaba a Gamarra, quien desde temprano complotó para derribarlo. El “espíritu bondadoso” de La Mar, su mérito y “virtudes personales” eran defectos, de acuerdo a Basadre, en la cruel y competitiva política peruana. Y es por ello que Gamarra, el experto en repartir prebendas y desobedecer órdenes, el promotor de “la licencia” entre la tropa desde su feudo cusqueño, aprovechó la derrota contra la Gran Colombia para remover indignamente del poder a un presidente constitucional –según algunos el primero de la república–; y, no contento con ello, lo deportó a Costa Rica, donde murió de tristeza alejado del Perú.

La Mar no fue un “cazador del éxito” y mucho menos del poder; por eso, señala Basadre, su brillante trayectoria además de generar respeto mueve a la piedad. Su trágico final, a pesar de los grandes servicios que prestó al Perú, recuerda el destino de tantos otros peruanos que optaron por la trascendencia mediante el servicio público. Es el caso de Daniel Alcides Carrión (1857-1885) cuyo nombre y aporte a la medicina peruana reaparece una y otra vez para engrandecerse cada día más. Hijo de Cerro de Pasco y alumno de la Universidad de San Marcos, Carrión convierte su cuerpo en un laboratorio donde va registrando los efectos de la verruga cuyo germen él mismo se inoculó. Estudiando en las más adversas condiciones –como fue la ocupación de Lima– el joven universitario destacó en una Facultad de Medicina convertida en cuartel, con un hospital tomado por los invasores y con profesores impagos. Su sacrificio, valor y amor por la ciencia brindó evidencia exacta de la transmisibilidad de la verruga. Un aporte científico nacido de su deseo de servir y ser reconocido, lo que lo convierte en el símbolo de la medicina peruana. Cabe señalar que Carrión proviene de una tradición de médicos peruanos que, como el mulato José Manuel Valdés, bebieron sus conocimientos epidemiológicos de Hipólito Unanue. En una sociedad profundamente segregada que, sin embargo, premiaba el mérito. Esa tradición se mantuvo a lo largo de los años y Carrión, también discriminado por sus raíces serranas, la representa a cabalidad.

Al ver a médicos y al personal sanitario luchando y cayendo en la primera línea de esta terrible pandemia, mientras otro contingente se embarca diariamente camino a Iquitos, algunos envueltos en la bandera peruana, pienso en la tradición del servicio público que nos redime. Porque mientras en el Congreso de la República se discuten leyes absurdas, se escogen a dedo a los empleados sin tener en consideración su mérito o se cocinan candidaturas presidenciales, miles de jóvenes voluntarios del Proyecto Especial Bicentenario atienden a nuestros ciudadanos de la tercera edad en sus necesidades más urgentes. Es esa voluntad de servicio representada por el médico neumólogo Rafael Walter García Dávila, y de las decenas de quienes siguen ofrendando su vida para salvarnos. Espero que el poder del servicio –en pos del bien común– destrone a ese otro perverso y autorreferente que tanto daño nos sigue causando.