"El temor a la propia muerte es soportable, pero no se puede respirar todas las mañanas con la conciencia tranquila, si eres el responsable de que alguien más luche por respirar, en la soledad helada de una sala UCI". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"El temor a la propia muerte es soportable, pero no se puede respirar todas las mañanas con la conciencia tranquila, si eres el responsable de que alguien más luche por respirar, en la soledad helada de una sala UCI". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia del Río

Esta semana tuve síntomas de : fiebre, fuerte dolor de cabeza, dolor muscular y diarrea. Desde que aparecieron los malestares hasta que recibí los resultados de la prueba pasaron poco más de veinticuatro horas. Fueron momentos horribles en los que no podía dejar de pensar a quiénes había tenido cerca. Con quién me había tomado un café, con cuántos adultos mayores me había cruzado. Recordé el abrazo que nos dimos con mi amiga Luisa luego de haber terminado una larga travesía a nado. Repasé la cantidad de veces que puse monedas en la mano del anciano que cuida autos. Me acordé de la señora a la que le compré fruta con la que intercambiamos productos y dinero. Me pasé haciendo listas de amigos, conocidos y desconocidos a los que tendría que avisarles si salía positivo. ¿Y si llegan a necesitar oxígeno? ¿Y si se quedan varados en el pasillo de un hospital porque ya no hay camas? Nunca había experimentado el terror de ser la culpable de la muerte de otro ser humano.

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En esas largas horas no temí por mi salud. Mi trabajo desde el principio de esta pesadilla me ha mantenido cerca de la desgracia de los demás. He acompañado la agonía de las familias a través de la radio, hemos dialogado con médicos que pedían auxilio a gritos para poder atender a sus pacientes, y más de uno nos ha confesado lo que les cuesta tener que elegir a quién salvan cuando no les alcanzan las camas UCI. Cuando la muerte se presenta diariamente de las formas más brutales y desesperantes, uno acepta con dolor que no hay mucho que se pueda hacer. Que solo queda confiar en la fortaleza del cuerpo para salir adelante, porque el sistema de salud ya no tiene capacidad para salvarnos.

Hoy sé que no tengo ni tuve COVID-19, que nadie estuvo en riesgo por mi culpa y si antes era una persona que tomaba cuidados, pues ahora los tomo el doble. Pero también me quedó clarísimo que la única manera de erradicar ese riesgo de hacerle daño al otro, se hará realidad cuando llegue la vacuna: cuando sepa que no porto ningún virus y que la persona a la que me acerco está protegida.

Este alivio, sin embargo, será efímero e inútil si sigue existiendo un 48% de personas que se niegan a inmunizarse en nuestro país. En casos como el del coronavirus, las no funcionan de forma individual. Cada individuo que no se inmuniza se convierte en la combi perfecta, en la que el pasajero indeseable llamado COVID-19, viaja de cuerpo en cuerpo. Si el virus sigue encontrando combis vacías en las cuales treparse seguirá dando vueltas alrededor nuestro, se seguirá fortaleciendo y contagiará no solo al peruano antivacuna que decidió tomarse el riesgo, podrá también matar a ese 14% o 10% que sí se vacunó pero que no alcanzó la inmunización (no hay vacuna cien por ciento segura), o matará a ese habitante de una comunidad al que nunca le llegó su dosis por fallas logísticas. Para que el virus nos deje tranquilos y se muera no debe encontrar a nadie que lo acoja y lo transporte. No puede haber combis vacías, con las puertas abiertas.

Pocas veces en la vida se nos pone, como seres humanos, ante una situación tan dramática en la que tenemos que pensar como un todo. Esta es una de esas veces. Si alguien decide no vacunarse, tal vez le dé COVID-19 y ni se entere, pero tendrá que asumir que rueda por el mundo en calidad de combi asesina.

Y créanme el temor a la propia muerte es soportable, pero no se puede respirar todas las mañanas con la conciencia tranquila, si eres el responsable de que alguien más luche por respirar, en la soledad helada de una sala UCI. Vacúnate.

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