“Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido:
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo”.
José Martí definía así la sencillez de su poesía y la condición humana, mutante y vulnerable, tan análoga a un animal indefenso en la naturaleza.
Actualmente, mi sensación es que la metáfora que mejor define nuestra relación con el contexto y lo difícil que ha sido convivir con esta pandemia es la de un zorro perdido entre los cerros urbanos: demasiado domesticado como para vivir libre, pero, al mismo tiempo, demasiado libre como para vivir encerrado.
El hecho de que hayamos visto con simpatía a un zorro cuya vida pasaba por haber sido capturado como cachorro, vendido como perro doméstico, haberse escapado y desatado el caos entre las pequeñas granjas domésticas de los vecinos de Comas y haberse convertido en una celebridad en los medios de comunicación y en un dolor de cabeza para las autoridades, habla de nuestra desordenada relación con nuestro entorno.
Lo cierto es que somos la única especie que puede modificar radicalmente su medio. Puede que las termitas hagan nidos que para ellas sean rascacielos, las hormigas construyan complejos arquitectónicos con canales subterráneos y los castores levanten diques; después de todo, es patrimonio de los seres vivos adaptar el espacio en el que habitan; pero solo el ser humano puede transformar totalmente su hábitat. Desde el Paleolítico, hemos extinguido especies y, gracias a la irrupción de la agricultura, hemos cambiado bosques por granjas y hemos sido capaces de desforestar grandes extensiones de selvas. Las fronteras entre las especies han sido profanadas y ahora estamos precisamente sufriendo las consecuencias de una mutación de un virus que probabilísticamente era casi imposible que ocurriera. A su vez, un aspecto advertido por el antropólogo Teófilo Altamirano es la inminente migración a causa del cambio climático que se observa en el mundo y que ha comenzado a evidenciarse en nuestro medio que, como sabemos, es particularmente vulnerable al calentamiento global.
En realidad, diferentes culturas humanas de pequeña escala han desarrollado rituales de distribución de carne que han permitido controlar el equilibrio del ecosistema en el que habitan y otras tantas han desarrollado un chamanismo en el que los espíritus tutelares avisan sobre las temporadas en las que las personas deben abstenerse de la cacería de especies, ayudando a mantener un balance que termina siendo beneficioso para el grupo humano. Sin embargo, en sociedades de gran escala como la nuestra –y particularmente en el Perú–, el grado de indiferencia hacia el entorno parece alinearse con nuestra cultura de la incertidumbre en la que las necesidades inmediatas son exclusivamente atendidas mientras que el desastre ecológico aparece como lejano en el horizonte.
A pesar de esto, no es menester unirse a aquellas visiones apocalípticas sobre el futuro que le dan un mensaje pesimista a la juventud sobre lo que heredarán como planeta, sino más bien fomentar desde ya un trabajo colectivo de consciencia y estímulo en la educación frente a la realidad que hemos aprendido durante la pandemia. Todo problema implica siempre una posibilidad y, en este caso, debemos abrir los ojos. Es tiempo de que orientemos la educación y la consciencia hacia el medio ambiente. Es algo que estamos descuidando en el Perú, pese a que la arqueología y la etnohistoria nos han dejado claro que en el territorio que hoy ocupamos el poblador andino fue muy hábil para manejar la variedad climática y la escasez de recursos, los cultivos rotativos, el ahorro de agua y los pisos ecológicos.
Por otro lado, no nos vendría mal una visión más humilde frente al entorno y darnos cuenta de que todos los seres vivos delimitan territorios para sobrevivir. La onda expansiva humana parece no haber entendido que las especies tienen un lugar y una función propia en la naturaleza en un delicado equilibrio ecológico del que no solo somos parte, sino también amenaza.
Cuando el cineasta Werner Herzog realizó un documental sobre el activista Timothy Treadwell (quien, tratando de proteger a los osos en Alaska, irrumpió en su hábitat de manera riesgosa, acercándose mucho a ellos hasta ser finalmente devorado), se generó una reflexión sobre las buenas intenciones románticas frente a la realidad hostil de la naturaleza y la lucha por la supervivencia.
Herzog entrevistó al antropólogo Sven Haakanson Jr., de la comunidad Alutiiq de Alaska, que no dudó en responderle: “pienso que querer proteger a los animales salvajes generándoles la sensación de que los humanos somos confiables es peligroso. Si lo ves desde el punto de vista de mi cultura, él cruzó una frontera que nosotros hemos respetado durante 4.000 años”.
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