El Perú es, por decirlo de alguna manera, un país en conflictividad social permanente. Para comprobarlo basta con darle una ojeada a las cifras. Mes a mes, la Defensoría del Pueblo recoge información sobre las decenas de conflictos sociales que se encuentran vigentes: su último reporte, por ejemplo, registra 132 actualmente activos (y otros 47 en latencia) desperdigados por todo el territorio nacional, y en los que la minería se erige como la mayor causal entre los de tipo socioambiental (con el 62,8%).
Aunque por lo general el grueso de los conflictos tiende a pasar por debajo del radar de la opinión pública; cada cierto tiempo alguno de estos –sea por la magnitud de la inversión que involucra o por el nivel de violencia que se despliega a su alrededor– suele agravarse y, si no se ataja a tiempo, termina poniendo en serios aprietos al gobierno de turno. El costo político de lo que significaron, por citar solo dos ejemplos cercanos, Bagua o Conga, en cuanto a renuncias ministeriales, crisis de Gabinetes o popularidad presidencial es una muestra clara de ello.
Bajo este paraguas, vale la pena reflexionar sobre la seguidilla de eventos que vienen ocurriendo en las últimas semanas en torno al proyecto minero de Las Bambas en Apurímac (y que ha escalado hasta niveles inaceptables de violencia, como el apedreamiento de un helicóptero que transportaba a una comitiva del Gobierno el último miércoles) e interpelarnos sobre cómo es posible que pocos años después de haber visto los sucesos en Islay, con Tía María, o en Cajamarca, con Conga, la figura vuelva a repetirse.
Cierto es que Las Bambas presenta algunas particularidades que la distancian de sus predecesores. A diferencia de Conga, por ejemplo, el proyecto obtuvo inicialmente licencia social para operar, y el tinglado en torno a la mina está relacionado no con su existencia misma, sino más bien con una arista secundaria como es el transporte del producto. Pero al tiempo de reconocer sus diferencias, es innegable que existe también un hilo invisible que atraviesa este y otros conflictos, y que seguirá explicando los que se susciten en el futuro: la precariedad institucional en el país.
Es esta fragilidad y desconfianza en nuestras instituciones la que empuja a que, por ejemplo, minera y comunidad tengan que transar directamente, negociando montos volátiles de dinero, en lugar de resolver sus discrepancias o desacuerdos a través de los cauces constitucionales, como el Poder Judicial. Quizá conscientes ambos de que en nuestro país, muchas veces los jueces no representan una garantía de ecuanimidad, como hemos constatado los ciudadanos en los últimos tiempos, o de que los canales estatales para resolver estas disputas terminan por dilatar los conflictos en lugar de abonar a su solución.
Este déficit de institucionalidad también explica por qué la ley y los derechos del resto de ciudadanos pueden vulnerarse en el marco de estas protestas sin que el Estado imponga eficazmente el principio de autoridad (como ocurre cuando, como en este caso, un grupo de ciudadanos toma una carretera nacional para magnificar sus reclamos, con total impunidad). Por qué, asimismo, existe una desconfianza que ensancha aun más la distancia entre la sociedad y sus autoridades –que ya no cuentan con los intermediarios de antaño, los partidos políticos, para canalizar sus demandas, o que miran con recelo a las propias instituciones del aparato estatal–. Y finalmente, cómo este vacío institucional ha sido copado más bien por un sistema de incentivos perversos, bajo el que los individuos ven más factibles empujar sus intereses conciliando entre ellos antes que recurriendo a las instancias formales.
Entre Las Bambas, hoy, y Bagua, en el 2009, seguramente hay muchísimas diferencias, pero en el fondo, ambos no pueden explicarse del todo sin remitirnos a ese hilo invisible que es la precariedad institucional, que los atraviesa y une al resto de conflictos sociales que hemos atestiguado en los últimos años. Mientras no le prestemos atención a este fenómeno y nos enfoquemos exclusivamente en atajar las crisis con acuerdos de emergencia o promesas gaseosas, lo único que conseguiremos es adormecer una herida que, más temprano que tarde, volverá a supurar, como si nada hubiera cambiado.