Editorial El Comercio

Para entender lo rápido que ha escalado la crisis de seguridad que remece en estos momentos, quizás basta con mencionar que el presidente Daniel Noboa pasó de decretar el estado de excepción a declarar que el país atraviesa un “conflicto armado interno” en menos de 24 horas. La decisión del mandatario parece cualquier cosa menos exagerada. Ayer vimos en cuestión de minutos cómo un grupo de criminales secuestraba un canal de televisión en vivo, un conjunto de estudiantes de la Universidad de Guayaquil se atrincheraba en sus aulas para ponerse a salvo de delincuentes que habrían accedido al campus, y otro escuadrón de terroristas intentaba entrar al hospital Teodoro Maldonado Carbo. Escenas que parecen sacadas de una película.

Tras esto, el mandatario ecuatoriano comunicó en sus redes sociales que había declarado a 22 grupos criminales como organizaciones terroristas y “ordenado a las Fuerzas Armadas ejecutar operaciones militares para neutralizarlos”. Es cierto que en los últimos años el crimen organizado había sembrado el terror y causado zozobra entre la población ecuatoriana en numerosas oportunidades, pero lo visto este martes alcanza otras dimensiones. Es el hampa misma declarándole la guerra al Estado ecuatoriano y a sus ciudadanos.

La espita prendió el fin de semana, cuando se conoció, por un lado, que los presos habían tomado el control de seis cárceles del país y, por el otro, que ‘Fito’, líder de Los Choneros –una de las organizaciones declaradas terroristas por el presidente Noboa y que tiene nexos con el temible cártel de Sinaloa–, había escapado de la prisión en la que se encontraba desde hace 12 años. Pero la situación venía incubándose desde hacía tiempo.

Recordemos que, en agosto del año pasado, durante la campaña que llevó a Noboa al Palacio de Carondelet, el crimen segó la vida del candidato Fernando Villavicencio, quien precisamente denunció que había recibido amenazas de ‘Fito’. Y que, desde hace tiempo, las prisiones ecuatorianas se encuentran copadas por delincuentes para los que ir a prisión no supone la paralización de sus actividades ilícitas. Por el contrario, muchos aprovechan esta circunstancia para estrechar vínculos y fortalecerse.

De hecho, las autoridades sospechan que fue justamente en un establecimiento penal (la cárcel de Cotopaxi) desde donde se ordenó el asesinato de Villavicencio. Y que, desde otra, la Penitenciaría del Litoral, se dio el encargo de llevar a cabo una serie de atentados con bombas que durante 24 horas sembraron el pánico en en noviembre del 2022. Además, los motines y la toma de personal penitenciario como rehenes en las prisiones se han vuelto una imagen tristemente familiar para los ecuatorianos.

En nuestro país, la reacción del Gobierno hasta el momento ha consistido básicamente en un mensaje de solidaridad hacia el pueblo ecuatoriano emitido por la cancillería, en el envío de un contingente de la Dirección de Operaciones Especiales a Tumbes ordenado por el Ministerio del Interior, y en la declaración de emergencia en toda la frontera norte del país comunicada por el presidente del Consejo de Ministros. Pero sería un error fatal que la administración no se dé cuenta de que lo que viene ocurriendo en el norte son campanazos de alerta sobre lo que puede ocurrir cuando el crimen organizado crece de manera desbocada.

Seguramente existen factores locales que explican por qué Ecuador hoy se encuentra en guerra con el hampa. Pero muchos otros son compartidos con nuestro país; entre ellos, una delincuencia que crece sin que las autoridades sepan cómo hacerle frente, cárceles hacinadas y que no evitan que sus internos continúen delinquiendo, organizaciones criminales que trabajan de manera coordinada con grupos transnacionales, corrupción y una crisis política que hace imposible cualquier estrategia de seguridad a largo plazo.

Esto último es particularmente alarmante, dado que en la lucha contra la criminalidad no debe haber espacios para refriegas políticas ni cálculos mezquinos. Se trata de una emergencia que debe unir a autoridades, instituciones, medios de comunicación y a la sociedad civil en un solo objetivo. No esperemos que el problema nos explote en la cara para recién intentar contenerlo.

Editorial de El Comercio