El último miércoles, la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu) informó que había denegado la licencia institucional a la Universidad Alas Peruanas (UAP). Según el comunicado que acompañaba el anuncio, la evaluación realizada al centro de estudios determinó que este no cumplió “ninguna de las [ocho] condiciones básicas de calidad” que la entidad exige para operar.
La UAP, por ejemplo, no pudo garantizar que sus instalaciones contaran “con estándares mínimos de seguridad”, ni que en sus establecimientos se efectuara “una gestión adecuada para el almacenamiento y disposición final de los residuos […] peligrosos que se generan en los laboratorios y talleres”. De hecho, según la Sunedu, ni siquiera pudo “garantizar que el agua potable suministrada en todos sus locales sea apta para el consumo humano”. Por otro lado, según la superintendencia, “solo el 1%” de los docentes de la UAP “realizan actividades de investigación” e, incluso, la casa de estudios no cumplía “sus propios procedimientos para la evaluación y selección de sus proyectos de investigación, por lo que no asegura estándares mínimos de calidad para dichos proyectos”.
Así, la UAP tendrá a partir de ahora dos años para concretar su cierre y está impedida de convocar nuevos procesos de admisión.
Si bien es cierto esta no es la primera institución que desaprueba el proceso de licenciamiento, el caso conlleva una dimensión que vale la pena destacar. En efecto, se trata de la universidad con la mayor cantidad de alumnos en todo el país (más de 65.000 distribuidos en una sede central en Lima y 17 filiales), por lo que resulta difícil exagerar la magnitud catastrófica de la decisión para las decenas de miles de jóvenes –y sus familias– que allí estudiaban y cuyas aspiraciones académicas se ven ahora, paradójicamente, con las alas cortadas. No por culpa de la Sunedu, por supuesto, ni tampoco de la reforma educativa. Sino, más bien, por culpa de las autoridades de la institución que, a pesar de contar con un plan de adecuación aprobado desde marzo pasado, no fueron capaces de cumplir ninguna de las condiciones básicas de calidad que se le exigieron.
El tema, por supuesto, no se agota aquí. Hasta hoy son 34 las universidades cuyas licencias han sido denegadas y en las que, en conjunto, estudiaban más de 165.000 alumnos. Una cifra que podría crecer hasta febrero, cuando debería de culminar el proceso de licenciamiento que todavía tiene pendiente revisar a otras 24 instituciones. Un proceso que, dicho sea de paso, se encuentra ya completado al 83% y que –vale la pena reconocer– ha llegado hasta aquí a pesar de varios obstáculos.
Como hemos advertido en este Diario, muchas veces la labor de la Sunedu se ha visto amenazada por políticos y jueces con intereses poco honestos. Recordemos, si no, cómo el hoy Congreso disuelto utilizó en su momento a la Comisión de Educación como vehículo para empujar investigaciones sin sustento contra la entidad o cómo en octubre pasado un juez de Bagua intentó frenar la decisión de la Sunedu que disponía el cierre de la Universidad Telesup a través de una sospechosa medida cautelar. Si bien ambos intentos de sabotaje quedaron truncados, sirven como una advertencia inequívoca de los ataques que llegaron y que podrían continuar arreciando conforme concluye el proceso de licenciamiento.
La cuestión aquí, sin embargo, es que, más allá de los casos en concreto, la labor de la Sunedu, aunque pise los vidrios de muchos intereses, resulta medular para que el país pueda mejorar un poco los precarios indicadores que registra, año a año, en lo concerniente a educación superior. No basta por sí sola, por supuesto, pero es necesaria para establecer un piso sobre el que erigir una educación superior de calidad. Y aunque el cierre de una universidad siempre es devastador para quienes estudian allí, resulta mucho mejor que dejarla operar a pesar de no ser capaz de proveer las garantías mínimas de enseñanza.