A pocos días de las elecciones parlamentarias en Venezuela, el régimen chavista liderado por Nicolás Maduro se encuentra sumido en una profunda crisis que se ha visto agravada por las recientes denuncias de asesinato e intimidación a la oposición.
Hace algunos días fue asesinado en el estado Guárico el dirigente opositor Luis Manuel Díaz durante un acto proselitista al que también asistía Lilian Tintori, esposa de Leopoldo López. Este acto ha sido solo el punto más alto de la espiral de violencia política desatada en Venezuela conforme se acercan los comicios. El pasado domingo el candidato opositor Miguel Pizarro denunció que encapuchados vestidos con ropas alusivas al chavismo dispararon al aire con armas de fuego para impedir el paso de su caravana en un acto al este de Caracas. Asimismo, el líder opositor y ex candidato presidencial, Henrique Capriles, acusó hace poco al alcalde chavista Saúl Yánez de estar detrás de un ataque con armas de fuego para impedirle el paso a un evento proselitista en la localidad de Yare.
La respuesta del régimen ante estas graves denuncias ha sido, por decir lo menos, indolente. El presidente Maduro señaló que el asesinato había sido “producto de un ajuste de cuenta entre bandas criminales”, a pesar de que nunca se ha insinuado antes conexión alguna entre el señor Díaz y el crimen organizado. En este contexto, el presidente Maduro enfiló sus baterías en contra del secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, a quien tildó de “basura” por exigir una investigación minuciosa en torno a este caso y decir que la muerte de un opositor en un mitin era una “herida de muerte a la democracia”.
Estos hechos se sumaron, además, al escándalo del mes pasado, cuando el fiscal a cargo del caso de Leopoldo López denunció en Miami que todo el juicio había sido una “farsa” armada por el oficialismo. El objetivo: mantener a López el mayor tiempo posible en prisión a través de presión sobre la jueza del caso y la fabricación de pruebas en su contra.
La desesperación del régimen nace de la inevitabilidad de su destino. Según CNN y encuestadoras internas, la oposición aventajaría entre 15 y 20 puntos porcentuales al oficialismo para las elecciones del 6 de diciembre. Ello pese a la manipulación de los distritos electorales por parte del chavismo.
Llegado este punto, el oficialismo tiene dos opciones. Respetar los resultados de un proceso ya de por sí amañado y ceder poder a quienes ellos entienden como sus “enemigos” o patear el tablero. Las declaraciones del jefe de Estado no permiten descartar el segundo escenario. Además de señalar que el chavismo obtendrá el triunfo “sea como sea”, el señor Maduro tomó aires golpistas para decir: “Pónganse a rezar, oligarcas de la derecha, porque la revolución triunfa el 6 de diciembre [...] porque si no, nos vamos para las calles y en las calles nosotros somos candela con burundanga. Oyeron”.
Con el precio del petróleo en su nivel mínimo en varios años, la economía clientelista a la que el chavismo había acostumbrado a millones de venezolanos se hace imposible de sostener. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), el PBI del país se contraería en nada menos que 10% este año, un impacto equivalente al de una guerra o un desastre natural de enormes proporciones.
Reconstruir la economía y la institucionalidad en ruinas no será tarea fácil. Tomará tiempo reparar la inmensa erosión de los sistemas de producción y de balance de poderes que por décadas cultivó el chavismo; y aun retomando el control legislativo, el Ejecutivo quedaría en manos del señor Maduro hasta el 2019. La oposición, sin embargo, tiene la oportunidad histórica de dar el primer paso hacia la reconstrucción de un país que merece mucho más de lo que le ha tocado vivir en estos años. De no mediar un rompimiento constitucional –que terminaría de borrar la desgastada careta democrática que le queda al oficialismo–, eso será lo que veremos este domingo.