Ayer una gran conmoción dominó muchas dependencias y recintos públicos, desde la sede de Requisitorias en la avenida Canadá, hasta el Congreso de la República. Algunos pensaron que la agitación obedecía al simulacro de terremoto dispuesto por la Presidencia del Consejo de Ministros; y otros, a un terremoto verdadero. Se debió, concretamente, al sacudón político producido por la llegada de Martín Belaunde Lossio (MBL) a Lima y su posterior traslado al penal de Piedras Gordas, así como a la presentación de la primera dama Nadine Heredia ante la comisión que investiga las presuntas actividades ilícitas del recién extraditado.
Como se recuerda, el antiguo amigo de la llamada pareja presidencial hizo en noviembre del año pasado una inquietante declaración desde la clandestinidad. “Gratis yo no me voy a ir a la cárcel”, dijo. Y, salvo los más pétreos defensores del oficialismo, todos entendieron que esas palabras entrañaban una amenaza.
Ahora MBL se ha ido efectivamente a la cárcel y la pregunta que se cae de madura es cuál será el costo que él hará derivar de esa circunstancia y quién tendrá que pagarlo.
La presunción más común, por supuesto, es que se tratará de alguna represalia contra el gobierno por no haber impedido de alguna manera su captura, y que estará relacionada con la información eventualmente incómoda que maneja sobre las campañas humalistas del 2006 y el 2011, así como con las exóticas consultorías que él y su padre le pagaron a la señora Heredia hace algunos años y que ella no necesariamente concluyó.
Pero el gobierno y el partido oficialista rechazan ruidosamente esa posibilidad. Con un discurso cambiante –que fue desde el pedido inicial de ‘prudencia’ en las investigaciones que lo concernían hasta la reciente atribución del epíteto de ‘delincuente’– el presidente Humala y su esposa han ido tomando distancias de su viejo colaborador. Y ante la insinuación de que el largo año transcurrido entre su desaparición y su aprehensión final pudiera haber sido consecuencia de algún trato contemplativo de la actual administración hacia él o, peor aun, de un arreglo, responden con indignación.
Hace dos días, tras la recaptura de MBL en Bolivia, el primer ministro Pedro Cateriano, por ejemplo, clamó contra los políticos que montaron “una campaña de descrédito contra el presidente y la primera dama” y aseveró que esa nueva detención desmentía “a todos aquellos que en reiteradas oportunidades expresaron sin prueba alguna que existía un contubernio entre el presidente Morales y Humala” para proteger al prófugo.
Y ayer mismo, antes de su presentación en la comisión congresal que investiga al cuestionado empresario, Nadine Heredia declaró que ella nunca dio “venia alguna” para que él cerrase contratos con ninguna entidad del Estado (una salvedad sugestiva, habida cuenta de que ella legalmente no tendría tampoco autoridad para hacerlo) y que “es una vergüenza que un peruano se escape de la justicia de su país”.
Y, a decir verdad, algo de razón los asiste, pues, por un lado, lo ocurrido ahora último en Bolivia saca en efecto al gobierno de ese país de la ecuación de la posible componenda con MBL; y, por otro, su escape de la justicia peruana constituye definitivamente una vergüenza.
Lo que esos razonamientos omiten precisar, sin embargo, es que no es igual de sencillo descartar la intervención del Gobierno Peruano en el eventual arreglo con el prófugo en cuestión, por las torpezas, demoras y contrasentidos en los que ha incurrido a lo largo de todo el proceso de su ubicación, captura y repatriación; y que, por los mismos motivos, la vergüenza del escape recae principalmente sobre nuestras autoridades.
Así las cosas, las suspicacias a las que aludíamos antes quedan intactas. Y la circunstancia conocida ayer de que la señora Heredia haya declinado responder varias interrogantes durante su presentación ante la Comisión Belaunde Lossio por considerarlas “impertinentes”, solo las alimenta.
Con esas dudas en mente, entonces, los rostros se vuelven otra vez hacia MBL y su enigmática afirmación sobre el costo que acarrearía su encierro en una cárcel. Un costo que por el momento solo podemos definir tautológicamente como ‘lo contrario de gratis’. Pero que pronto podría traducirse en un trato sospechosamente amable o un testimonio amargo.