Editorial El Comercio

El último domingo una serie de huaicos en la provincia arequipeña de Camaná afectó más de 1.000 viviendas y dejó, oficialmente, , 20 desaparecidos y miles de afectados. Un día después, el lunes, una cadena de movimientos telúricos con picos de magnitud 7,8 y 7,5 y Siria, convirtiendo edificios enteros en amasijos de escombros y dejando, hasta el momento en el que se escribió estas líneas, y casi 60.000 heridos. ¿Qué características comparten estos dos sucesos, ocurridos a miles de kilómetros de distancia entre ellos?

La primera es que difícilmente se puedan considerar eventos sorpresivos. Como ha recordado este Diario publicado dos días atrás, uno de los centros poblados más afectados por los deslizamientos del fin de semana en Camaná, el de Secocha, se encontraba en el ojo de las autoridades al menos desde el 2014, cuando el Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico (Ingemmet) advirtió en un informe que se trataba de una zona crítica por encontrarse en medio del cauce natural de los huaicos. Mientras que, en el caso de Turquía, como han explicado varios informes periodísticos durante la semana, en los últimos 100 años el país ha sufrido más de 50 sismos de magnitud igual o superior a 6, el grueso de ellos alrededor de la franja en la que la placa tectónica Anatolia colisiona con la Arábiga.

La segunda relación entre ambos desastres es que nos recuerdan que la naturaleza por sí sola no se cobra vidas; a favor de este funesto desenlace conspiran nuestro accionar y nuestra desidia. Sobre Secocha, por ejemplo, el Ingemmet ya había determinado en el 2021 que el lugar no era apto para el asentamiento de la población a la que debía de reubicarse, una alerta que, a juzgar por lo ocurrido, cayó en saco roto. No es la primera vez que esto sucede. nuestro colaborador Fernando Bravo a raíz del fatal que conmovió a todo el Perú, lo ocurrido entonces en esta localidad liberteña no fue otra cosa que “la crónica de un desastre anunciado”. En el caso turco, gran parte de los daños producidos por el movimiento telúrico parece deberse a una nefasta combinación entre infraestructura inadecuada e insuficiente fiscalización de parte de las autoridades, factores que, dicho sea de paso, están bastante extendidos en nuestro país.

En el Perú, como sabemos, los movimientos telúricos fuertes y los huaicos ocurren cada cierto tiempo debido al terreno sobre el que nos encontramos asentados y a las características de nuestro territorio. Pero ese factor por sí solo no explica por qué cada tanto estos sucesos terminan cobrándose un elevado número de vidas o dejando a tanta gente a la intemperie. Esto último tiene que ver, más bien, con nuestra informalidad en las construcciones (erigidas en lugares inadecuados y sin cumplir con los requisitos necesarios), la falta de fiscalización y una cultura de prevención claramente deficiente.

Siguiendo con el caso de Secocha, sorprende ver las imágenes satelitales que muestran cómo el cono de eyección de deslizamientos provocados por lluvias o sismos se fue llenando paulatinamente de viviendas desde el 2004 a vista y paciencia de las autoridades. Allí, además, funcionaban socavones de la minería informal que hoy vienen dificultando las labores de rescate en la zona. Sobre los terremotos, por otro lado, en el 2017 el Instituto Nacional de Defensa Civil (Indeci) publicó un informe en el que se detalla que, de ocurrir en Lima y el Callao (como ya ha ocurrido antes) las consecuencias serían pavorosas: alrededor de 110.000 personas morirían y otros dos millones resultarían heridas, mientras que el número de viviendas afectadas se acercaría al millón, tal y como hemos informado a través de nuestra campaña .

Las advertencias, entonces, están allí para los que quieran oírlas. Sismos y huaicos nos han acompañado a lo largo de los años y lo seguirán haciendo dadas las particularidades de nuestro territorio. Que estos eventos se conviertan en dramas humanos, sin embargo, depende en buena cuenta de lo que hagamos o dejemos de hacer, tanto los ciudadanos como las autoridades. Y las lecciones de Camaná y Turquía han venido a recordárnoslo.

Editorial de El Comercio

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