REUTERS/Jonathan Ernst
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/ JONATHAN ERNST
Editorial El Comercio

Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, es un mentiroso consagrado. No hace falta citar aquí alguno de los célebres ‘bulos’ que ha pronunciado o compartido, incluso desde antes de llegar a la Casa Blanca, y que han producido el estupor y el arqueo de cejas en muchas personas. No hace falta, decimos, porque hasta para eso hay estadística: según el “Washington Post”, desde que Trump accedió al poder, en enero del 2017, hasta abril de este año ha vertido un total de 18.000 afirmaciones engañosas o, ya de plano, falsas.

Quizá por lo anterior, no sorprendió que el último martes el republicano publicase dos tuits denunciando un supuesto fraude que se estaría cocinando en California para perjudicarlo en las elecciones de noviembre (denuncias que, vale decirlo, tienen más de teoría conspirativa que de realidad). Lo sorpresivo esta vez, sin embargo, fue que alrededor de seis horas después de las publicaciones, Twitter colocó una advertencia en los tuits del mandatario alertando de que “estos reclamos son infundados, según CNN, ‘Washington Post’ y otros”, y añadiendo información que contrastaba sus dichos. Cabe añadir que en marzo pasado, la red social había eliminado algunos tuits del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, y del líder venezolano, Nicolás Maduro, que contenían información falsa sobre el coronavirus.

La réplica de Trump no tardó en llegar. Hace dos días, y luego de haber despotricado contra Twitter, el gobernante firmó una orden ejecutiva que tiene la mira puesta en las redes sociales. Según la agencia de noticias Reuters, que accedió al borrador del texto, la orden establece –entre otras disposiciones– que la Comisión Federal de Comunicaciones revise una ley “que exime en gran medida a las plataformas de Internet [como Twitter y Facebook] de responsabilidad legal por el material que sus usuarios publican”. “Tales cambios –advierte Reuters– podrían exponer a las empresas de tecnología a más demandas judiciales”. Según la BBC, además, el documento también dispone “una revisión de la publicidad del Gobierno en los sitios de redes sociales”.

Habría que pecar de candidez, por decir lo menos, para creer que este pulseo entre Donald Trump y Twitter tiene como telón de fondo una saludable preocupación de aquel por la ‘regulación’ de las redes sociales. Pues hablamos, en efecto, del mismo presidente que desde que llegó al poder se ha empecinado en librar una guerra personal contra los medios de prensa críticos a su gestión, tildándolos como ‘mentirosos’ o ‘fake news’. El mismo presidente cuya administración llegó a suspender el acceso a la Casa Blanca al corresponsal de CNN, Jim Acosta, luego de que este lo pusiera en aprietos durante una conferencia de prensa en el 2018, y que hace unas semanas abandonó una rueda de preguntas después de destacar groseramente la ascendencia asiática de la periodista de CBS, Weijia Jiang, que lo interpelaba por su gestión de la emergencia sanitaria provocada por el COVID-19.

El mismo presidente, finalmente, cuyo equipo de campaña ha demandado por difamación a los diarios “The New York Times” y “The Washington Post”, y a la cadena de noticias CNN por publicar artículos sobre los presuntos vínculos entre el republicano y funcionarios rusos en el proceso electoral del 2016. Un hecho que ha preocupado a la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que advirtió en un informe del pasado marzo de que estas demandas constituyen una acción “sin precedentes, nunca ocurrido en la historia del país”.

A estas alturas, es innegable que Trump no solo es intolerante a las críticas y a las afirmaciones que dejan en evidencia sus embustes (y a las que suele responder con furia o dando el carpetazo), sino que, además, está dispuesto a llegar hasta donde la ley le permita para socavar la libertad de expresión en el país norteamericano. Y cada vez va quedando más claro que, de no ser por la robustez de las instituciones estadounidenses, el republicano muy probablemente habría hecho ya lo que líderes autoritarios como el nicaragüense Daniel Ortega o el húngaro Viktor Orbán han hecho con la libertad de expresión en sus territorios: acosarla, amordazarla y silenciarla.