Las elecciones parlamentarias que se celebran hoy en todo el país marcan –o deberían marcar– el fin del estrés al que ha estado sometida nuestra vida institucional desde que el 30 de setiembre pasado el presidente Vizcarra ordenó la disolución del Congreso. Es evidente que la discusión sobre la constitucionalidad de la medida continuará y tendrá eventualmente derivaciones políticas en el futuro, pero en lo que concierne a la disputa estrictamente jurídica, el fallo del Tribunal Constitucional (TC) sobre la demanda competencial es definitivo.
La anomalía producida, sin embargo, se extendió más allá del acto mismo de cierre del Congreso, porque supuso la interrupción de uno de los elementos esenciales del sistema democrático: el equilibrio de poderes. Durante casi cuatro meses, en efecto, el Ejecutivo ha estado legislando por decretos de urgencia (y lo seguirá haciendo a lo largo del tiempo que tome todavía la instalación de la nueva representación nacional), cuya única vigilancia ha estado a cargo de la Comisión Permanente del anterior Parlamento: una instancia que se limita a consignar por escrito las conclusiones de sus evaluaciones de tales decretos para entregárselas luego a la próxima conformación congresal.
Corresponderá a esta última, entonces, validar esas normas o derogarlas según sea el caso, pero sobre todo devolvernos a la costumbre de tener contrapesos permanentes de las decisiones del Ejecutivo. Y también fiscalizarlo, por supuesto; porque el poder sin limitaciones suele ser un mal consejero, y algunas de las crisis que se han vivido en el Gabinete desde la disolución del Congreso (no todas adecuadamente resueltas) dan testimonio de ello.
La ausencia de la necesidad de dar explicaciones suscita, por lo general, situaciones inexplicables. Y la democracia es, por naturaleza, un sistema de rendición de cuentas del gobernante a los ciudadanos. Es decir, del mandatario a los mandantes. Por eso votamos normalmente por un presidente y por un Parlamento al mismo tiempo: para que el gobierno que se instale a partir de la voluntad popular no sienta que tiene carta blanca por cinco años y se esmere por permanecer atado a los compromisos que asumió originalmente.
Sobre la composición del nuevo Legislativo, por otra parte, existe una gran incertidumbre. Hemos llegado al día en que debemos elegirlo sin tener una noción clara de cómo lucirán las mayorías y minorías que habrán de integrarlo, y de cuál será su actitud frente al gobierno. Es probable que no sea ni la mitad de hostil de lo que fue el anterior, pero no podemos predecir mucho más.
¿Continuará, por ejemplo, con la reforma del sistema político que los acontecimientos del 30 de setiembre pusieron en pausa? ¿Tendrá la capacidad de ponerse de acuerdo para elegir a los magistrados del TC cuyo mandato se encuentra vencido? ¿Observarán individualmente sus miembros una conducta más compuesta que la de sus antecesores?
De todo eso y otras cosas nos iremos enterando en los próximos meses; y seguramente no todo será motivo de alegría. Pero al final del día siempre será mejor contar con un Legislativo que estar expuestos a un Ejecutivo sin contrapesos.
Es verdad que estas elecciones no han despertado un particular entusiasmo ciudadano y que parte de la culpa de ello la tiene la desesperanza que las experiencias anteriores han sembrado en quienes hoy tenemos que ir a votar. Pero es menester sobreponerse a ese desánimo y ejercer nuestro derecho al voto de la mejor manera posible.
Si no es por la ilusión que tal o cual partido o candidato logre despertar en nosotros, que sea por la convicción de que con ese acto llegamos al final del desvío que nuestra vida institucional tomó meses atrás, y de que volvemos a la ruta de la democracia plena que, con sus sinsabores y contratiempos, sigue siendo la manera civilizada que hemos escogido de tramitar nuestras diferencias y procurar en paz la consecución de nuestras metas.