A los gobiernos que recién se estrenan suele hacérseles una primera evaluación tras los cien días iniciales de ejercicio del poder; y si eso es válido a propósito del Ejecutivo, no tiene por qué no serlo también en lo que toca al Legislativo.
A menudo se le plantea a este tipo de mediciones la objeción de que el intervalo de tiempo que comprenden es muy estrecho como para llegar a conclusiones importantes, pero lo cierto es que la experiencia enseña que esos cien días constituyen un período suficiente para detectar, en quienes tienen tareas de gobierno, virtudes y defectos que luego podrían extenderse o –y esa es la idea de hacer una crítica temprana– corregirse oportunamente.
Si hablamos, además, de evaluar a una representación parlamentaria que, como en el caso de la actual, fue elegida para desarrollar sus labores por menos de quinientos días, la relevancia de la porción del mandato ya transcurrida queda en evidencia.
La centena de días que cumple hoy de instalado el Congreso elegido en enero merece, en consecuencia, la evaluación que a continuación ensayamos.
No podemos perder de vista, para empezar, que este Parlamento fue elegido con la esperanza de que superase las miserias y limitaciones del anterior (un reto que, a decir verdad, no parecía muy exigente), y por eso las frustraciones que pudiera estar provocando en la ciudadanía serían doblemente graves.
Lamentablemente, sin embargo, en el lado positivo de la balanza hay poco que colocar. Está, por una parte, el hecho de que esta representación nacional ha permitido el retorno del equilibrio de poderes en el país, lo que resulta fundamental para el funcionamiento de nuestra democracia… pero que, al mismo tiempo, no puede ser estimado como un mérito específico de ella. La elección de cualquier otra habría supuesto esa misma restitución.
Y quizás cabe resaltar también la circunstancia de que esta conformación congresal es, hasta el momento, menos pugnaz en su relación con el Ejecutivo que la que la precedió. Y paramos de contar...
En el lado negativo, en cambio, los puntos a destacar son muchos. Y van desde la ligereza con la que los congresistas se tomaron las medidas de protección y distanciamiento social en sus reuniones (con el saldo de más de diez contagios en lo que va de la epidemia) hasta la complacencia en prescindir de cualquier reflexión o razonamiento técnico con relación a los proyectos que han aprobado, sobre todo cuando estos les iban a granjear popularidad inmediata.
Más del 75% de las iniciativas sancionadas por los actuales legisladores, en efecto, han esquivado el paso por comisiones o han sido exoneradas de la segunda votación que el reglamento establece en determinados casos precisamente para evitar las decisiones apresuradas y sesgadas por apetencias políticas. El ánimo de hacer oídos sordos a cualquier llamado de atención sobre las consecuencias de las normas de impacto económico negativo que se empeñaron en aprobar se hizo extensivo, además, a los consejos que se les alcanzaban desde fuera del ámbito parlamentario. Sin importar que tales voces procedieran, en no pocas oportunidades, de las propias organizaciones partidarias por las que se presentaron en las elecciones.
Los actuales congresistas, por último, han resistido o mediatizado, en su mayoría, la posibilidad de ser fiscalizados y eventualmente sancionados por cualquier comportamiento o gesto turbio que pudiese estar empañando su desempeño como tales. Eso por lo menos es lo que invitan a pensar las modificaciones que introdujeron a lo estipulado previamente sobre la declaración jurada de intereses que les correspondía presentar, y la demora en la instalación de la Comisión de Ética.
Como se ve, hasta el día cien en la gestión de este Congreso, no hay mucho para elogiar. Y eso preocupa; sobre todo si se piensa en las cerca de cuatrocientas jornadas que todavía tiene por delante.