"El rigor de la autoridad al demandar la observancia del aislamiento social será desde luego importante para el logro de ese objetivo". (GEC)
"El rigor de la autoridad al demandar la observancia del aislamiento social será desde luego importante para el logro de ese objetivo". (GEC)
/ GONZALO CîRDOVA
Editorial El Comercio

El continúa en expansión en el país, pero mucha gente parece seguir creyendo que es un invento o que las medidas para reducir su impacto son una exageración de las autoridades. Hace ya casi dos días que el presidente de la República dirigió un mensaje a la nación en el que describió la gravedad de la situación y comunicó las disposiciones adoptadas por el Gobierno para frenar la diseminación del virus, y la reacción de buena parte de la comunidad, tanto en la capital como en las regiones del interior, ha sido, en el mejor de los casos, tibia.

Lo que corresponde hacer ante un mal cuya perduración y contagio depende de la proximidad entre quien ya lo padece y otros seres humanos es obvio: impedir esa proximidad. Mientras tanto, por supuesto, se tiene que atender a los ya infectados y continuar buscando una cura, pero la contención a través del aislamiento social sigue siendo el arma más potente contra él. Nos lo enseñan la historia de la humanidad y la experiencia de los países que vienen saliendo ya de esta pesadilla.

En ese sentido, lo decretado por el Ejecutivo a propósito de la inmovilidad que, con contadas excepciones, debe observar la población por quince días (para empezar) es lo correcto. Y el mensaje derivado de esa premisa era y es meridiano: nada de aglomeraciones o tránsitos que faciliten la propagación de aquello que queremos controlar y eliminar…

No obstante, ayer por la mañana las imágenes de la televisión revelaban lo poco que había calado la voz de alarma en muchos sectores: gente formando colas en las estaciones del transporte público (guardando mucho menos que un metro de distancia entre sí) o en el aeropuerto, taxis y automóviles privados circulando y produciendo atracones dignos de una hora punta en tiempos normales y personas desfilando hacia un centro de labores en el que no se desarrollaba ninguna de las actividades exceptuadas de la drástica restricción impuesta por el Gobierno daban una idea de la medida en que las disposiciones habían sido tomadas como una sugerencia.

Sorprendidas al ser detenidas por la policía en su camino a cualquier parte, las personas murmuraban frente a las cámaras de la prensa excusas pueriles para su falta. “Yo no veo noticias” o “es solo para una reunión de coordinación”, decían poniendo en evidencia que jamás imaginaron que las autoridades iban a exigir el cumplimiento de las medidas dictadas. O que estaban seguros de que sortear la posible sanción sería relativamente fácil.

Como si constituyeran un grupo aparte de peruanos, no contemplado ni regido por las normas oficiales. Como si la informalidad fuera también una zona de refugio posible en medio de esta dramática circunstancia. Y como si el contagio no pudiera revertir en última instancia contra ellos mismos.

Era quizás inevitable que disposiciones tan draconianas como las que se sancionaron el domingo por la noche generasen en un primer momento incredulidad en una población tan acostumbrada a la letra muerta y las leyes porosas. Pero ese momento ya pasó y escenas como las vistas ayer no pueden repetirse.

El rigor de la autoridad al demandar la observancia del aislamiento social será desde luego importante para el logro de ese objetivo. Nada, sin embargo, se conseguirá si la ciudadanía no hace suya la preocupación y actúa como mecanismo de presión para encarrilar a quienes buscan escabullirse de las medidas de emergencia, convencidos de que su situación es excepcional.

Si la informalidad es mala para la economía, para este grave trance es pésima. Y letal.

Hay que hacer notar, empero, que también existen prohibiciones absurdas (como la del alcalde de La Molina, Álvaro Paz de la Barra, al decretar el “cierre de fronteras” en su distrito) y que estas conspiran contra la necesidad de que las otras, las racionales, sean tomadas en serio y cumplidas por la comunidad.

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