El jueves, luego de que el Legislativo le negase el permiso al presidente Pedro Castillo para realizar uno de los dos viajes por los que el segundo le solicitó su aquiescencia al primero (viajará a Chile para el Gabinete Binacional, pero no a México para la reunión de la Alianza del Pacífico), desde el Gobierno acusaron a este poder del Estado de perjudicar la política exterior del país.
Algunos, como el ministro de Justicia, Félix Chero, se preguntaron si la política exterior era “un juego” para los parlamentarios. Otros, como el ministro de Trabajo, Alejandro Salas, se esmeraron por presentar perspectivas un poco más melodramáticas: “Niegan ejecutar la política exterior al Perú, prohíben el viaje a México y aíslan al Perú del mundo”. Tras lo que remató, en un tono claramente provocador: “Después dicen por qué se pide cuestión de confianza”, a propósito del pedido hecho ese mismo día por el jefe del Gabinete, Aníbal Torres.
En ambos casos, los voceros del Ejecutivo sugieren que existe una política exterior del Gobierno que merece ser preservada y que, salvo por los obstáculos planteados por el Congreso, aquel viene conduciendo un proyecto orientado a fortalecer la posición del Perú en el ámbito internacional. Sin embargo, la verdad es que, desde julio del 2021, cuando Castillo asumió la jefatura del Estado, el Ministerio de Relaciones Exteriores ha estado muy lejos de procurar el bienestar del país y, más bien, ha aparecido entregado a utilizar Torre Tagle para beneficio personal del presidente y de sus pares ideológicos.
Desde el comienzo, el manoseo de nuestra política exterior quedó evidenciado con el nombramiento del admirador de la dictadura cubana Héctor Béjar como canciller. Su paso por el cargo fue tan breve como escandaloso, luego de que se revelasen unos videos en los que, sin pruebas, acusaba a la Marina de Guerra del Perú y a la CIA de haber comenzado la época más sangrienta de nuestra historia.
A esto se añaden episodios como el regreso de un embajador peruano a Venezuela cuatro años después de que el país retirase al diplomático que nos representaba frente a la dictadura que pilotea Nicolás Maduro. Una gestión empeorada, además, por el intento fallido de colocar a Richard Rojas, dirigente de Perú Libre investigado por el Ministerio Público, como cabeza de esa embajada. El partido del lápiz, empero, tendría suerte en otros territorios, pues, como reveló la Unidad de Periodismo de Datos de este Diario (EC Data), casi la mitad de los embajadores políticos colocados por el régimen pertenecen a esta agrupación.
Sin embargo, lo más grave viene siendo la manera en la que, de un tiempo a esta parte, la política exterior del país se ha transformado en una palestra en la que el presidente y sus aliados explotan al máximo sus libretos de victimización y ataques a quienes los critican que también ensayan hacia adentro. Resaltan en ese sentido, por ejemplo, las presentaciones de la vicepresidenta Dina Boluarte en Davos (Suiza), donde aseguró que “la derecha” no los dejaba gobernar. O la visita del canciller César Landa al Vaticano, en la que justificó la ausencia del presidente con una burda mentira: “Consideran [los congresistas] que está fuera de tono por afirmar la paz, la ley internacional, condenar a Rusia”.
Es en este marco que también se debe leer la vergonzosa solicitud a la OEA de activar la Carta Democrática Interamericana, acusando un inexistente intento de golpe de Estado contra el Gobierno, a propósito de la denuncia por corrupción hecha por la fiscal de la Nación ante el Congreso.
Por supuesto, que sea falaz no quiere decir que la estrategia del Gobierno no le rinda frutos. Ya algunos líderes populistas, como el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, han hecho eco de las tesis embusteras del Ejecutivo. Afortunadamente y a juzgar por las encuestas en nuestro país, los que están dispuestos a aceptar la política de victimización de este gobierno son la minoría.