Como dijimos el domingo pasado, con la elección que se celebró ese día, la ciudadanía le puso fin a la situación anómala que había vivido nuestra democracia desde que el presidente Martín Vizcarra disolvió el Congreso el 30 de setiembre del 2019. La inauguración del nuevo Parlamento, en efecto, restablecerá el equilibrio de poderes y el Ejecutivo tendrá que volver a hacer política para lograr sus objetivos.
En esa línea, el estreno del nuevo Poder Legislativo trae consigo una obligación para el jefe del Estado y sus funcionarios que, pasado el obstruccionismo (como realidad y como pretexto) de la otrora mayoría parlamentaria y sus satélites, tendrá que enfocarse únicamente en trabajar con los nuevos congresistas para devolver al país a la senda del desarrollo. La tarea, empero, puede demostrar no ser tan sencilla como podría haber querido el Gobierno, dado lo fragmentado y diverso de la representación elegida, pero eso solo da cuenta del esfuerzo que tendrá que ser invertido de ahora en adelante.
En lo que le resta en el poder, por ejemplo, la actual administración va a tener que aprender a aceptar las derrotas que pueda sufrir. De hecho, una de las primeras responsabilidades del nuevo Congreso tendrá que ver con la evaluación de los 67 decretos de urgencia –muchos de ellos cuestionables por más de una razón– que el Ejecutivo aprobó durante el interregno y puede que los resultados no siempre estén en línea con los intereses de este. Frente a esta circunstancia, mal harían el presidente y su equipo en encapricharse con “esencias” y volver a agitar el fantasma de las cuestiones de confianza, como de hecho hizo Vicente Zeballos hace unas semanas. Lo saludable será que se muestren permeables a lo que decida el Parlamento en este campo y que definan, en los hechos, el fin de las amenazas y la confrontación.
El Gobierno, además, también tendrá que saber hilar fino en su trabajo con la nueva representación. La proximidad de los comicios del 2021 elevará la tentación de algunas bancadas por dar inicio anticipado a las campañas electorales de sus partidos y ello puede llevar a distracciones y a populismos que deberán ser conjurados con liderazgo y pericia política por parte del presidente. De igual manera, el Ejecutivo tendrá que permanecer vigilante a los exabruptos radicales que puedan emanar de algunos grupos parlamentarios y contrarrestar, en ejercicio de sus facultades, cualquier intención que haya de mellar nuestros cimientos republicanos.
Pero lo más importante en los siguientes meses será, literalmente, recuperar el tiempo perdido. Existe, por ejemplo, mucho camino por recorrer en lo concerniente a la reforma política y recorrerlo demandará una serie de consensos con los partidos políticos que no pudieron ser alcanzados con el Parlamento anterior. Además, urgen medidas que ayuden a reanimar el crecimiento económico, la confianza de los inversionistas en el país y la lucha contra la informalidad. Lo primero, particularmente, recae más en el Ejecutivo, pero este debe trabajar con el Legislativo para procurar reformas harto postergadas como la laboral.
En suma, pasado el temblor de la disolución y con la esperanza de que no haya nuevas réplicas, tanto el Gobierno como el Congreso deben concentrarse en la responsabilidad que les hemos confiado. Aunque el camino al 2021 es corto, existe mucho por hacer. De la convivencia armónica que puedan demostrar estos poderes y del énfasis que le pongan a trabajar por el país dependerá la evaluación que los ciudadanos, cansados de conflictos y de parálisis política, hagan de ellos y de las importantes instituciones que representan.