Hace dos días, Lima amaneció con un paro convocado por los choferes de taxis colectivos que exigen que el servicio que proveen sea formalizado. Justo es decir que la movilización contaba con la anuencia de la Dirección General del Gobierno Interior, que la había autorizado el pasado viernes, aunque solo para que se desarrollase entre las 8 de la mañana y el mediodía, y únicamente en zonas acotadas cercanas al centro de la ciudad.
Tan cierto como lo anterior, sin embargo, es que ninguna autorización burocrática ni ninguna invocación a un derecho de protesta puede consentir la violencia que los manifestantes exhibieron en muchas partes de la capital. Salvo, claro está, que alguien considere que un paro habilita tácitamente a sus participantes a bloquear vías o atacar 42 buses formales y otros cinco del Metropolitano, ya sea desinflándoles las llantas con piquetes o apedreándolos sin importarles que llevasen pasajeros.
El problema, no obstante, no estriba solo en la forma en la que los protestantes llevaron a cabo su huelga (al final del día, la policía informó de la detención de más de 120 personas por, entre otros cargos, violencia, daños a la propiedad y resistencia a la autoridad), sino que rasca el fondo e incluye que nos cuestionemos sobre la presencia misma de este tipo de vehículos en la ciudad.
Como explicaba ayer en este Diario el periodista Juan Pablo León, si lo que se busca para Lima es un sistema de transporte público en el que se reemplace la atomización de un gran número de pequeños vehículos por pocos buses que muevan a grandes cantidades de personas, no cabe otra alternativa que la erradicación de este servicio.
Comenzando por el espacio. Según explicó el experto en transporte Juan Tapia Grillo, “un bus de 12 metros como el de los corredores puede transportar a 100 personas, pero para transportar al mismo número en colectivos necesitamos como mínimo 25 autos”. Como es obvio, la presencia de colectivos en las pistas se traduce en una mayor aglomeración dentro de estas. Lo que, a su vez, genera que muchos pasajeros prefieran embarcarse en taxis colectivos –más rápidos– antes que en buses formales, inaugurando así un círculo pernicioso difícil de rebobinar.
No sorprende, en consecuencia, que según Pro Transporte, la demanda de los corredores por la presencia de taxis colectivos haya caído entre 30% y 35%, y que en avenidas como la Arequipa –donde la flota del corredor azul debe competir con alrededor de 15.000 colectivos al día– la velocidad promedio de los buses haya caído de los 13 km/h al inicio de la reforma a los 9 km/h hoy.
Pero el cuestionamiento a estos vehículos no radica solo en el menoscabo que implican para la propuesta formal. Son, además, un problema en sí mismo para la reforma de transporte. Como ha demostrado la campaña #NoTePases, los conductores de los taxis colectivos suelen organizarse para tomar paraderos formales, agredir a inspectores de tránsito, evadir operativos de fiscalización y pagar abogados para dilatar las papeletas que se les imponen hasta que estas prescriban. Al mismo tiempo, claro está, de pilotear muchas veces automóviles sin SOAT ni revisión técnica, y sin tributar un solo centavo –en un negocio en el que, se estima, algunas cuadrillas pueden llegar a amasar hasta S/10 millones al año–.
Por supuesto, no se trata aquí de desconocer que, en efecto, existen al menos 1 millón de limeños que viven en la periferia y que aún no pueden acceder al sistema formal. Por ellos, precisamente, urge que la reforma del transporte se agilice. Ser conscientes de esto, empero, no puede llevarnos a aceptar la presencia de colectivos en al menos 22 rutas donde sí hay opciones formales ni aducir que sigan transitando porque les asiste un derecho a trabajar. Como ha dicho la titular de la ATU, María Jara, “ellos tienen que adecuarse al sistema [por ejemplo, adquiriendo buses que trabajen en el sistema formal], no al revés”.
Pedir lo contrario es, en buena cuenta, pincharle las llantas a una reforma que nació justamente para movilizarse hacia una propuesta de transporte público libre de informalidad. Algo en lo que, creemos, no se debería retroceder.