Hay coincidencias que son profundamente reveladoras. Aunque ocurrió hace relativamente poco, ya casi nadie recuerda que en el 2007 el líder venezolano Hugo Chávez perdió un referéndum para reformar la Constitución que, entre otras cosas, le hubiera permitido reelegirse en el cargo (algo que en ese entonces le impedía la Carta Magna que él mismo había hecho aprobar). Chávez, sin embargo, impulsó otro referéndum para habilitar su reelección dos años después, en el 2009, con resultados satisfactorios para él. Y uno solo puede imaginar cuántos plebiscitos más habrían hecho falta si los votos no lo hubieran acompañado en aquella segunda oportunidad.
Hace tres años, el presidente boliviano, Evo Morales, enfrentó la misma encrucijada. Cerrada la posibilidad de presentarse a un cuarto mandato consecutivo tanto por la Constitución (cuyo artículo 168 contempla una única reelección consecutiva para el presidente) como por los propios bolivianos (en el 2016 Morales consultó a sus ciudadanos si le permitían una nueva reelección y la mayoría se decantó por el No), el partido del mandatario sopesó entonces la idea de impulsar un nuevo referéndum. La desfachatez en su máximo esplendor.
Como es lógico, dos derrotas en las urnas habrían sido más difíciles de maquillar, por lo que Morales y sus forofos optaron por un camino menos riesgoso. Así, en noviembre del 2017, el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) del país altiplánico emitió un fallo en el que señalaba –de manera conveniente para el régimen– que los límites a los mandatos de ciertos cargos públicos (como el de presidente) no podían estar por encima del artículo 23 de la Convención Americana, que reconoce el derecho general a la participación política. En la práctica, dicho fallo abrió la puerta para la reelección infinita en Bolivia. En ese momento, pues, comenzó un fraude que se ha alargado por casi dos años y que en estos días amenaza con consumarse.
El último domingo, los bolivianos celebraron elecciones generales. Alrededor de las 8 de la noche de dicha jornada, los resultados preliminares con casi el 84% de los sufragios escrutados perfilaban un balotaje entre Morales (45,7%) y el aspirante opositor Carlos Mesa (37,8%) en diciembre, pues las probabilidades de que aquel triunfara en primera vuelta (lo que ocurre cuando uno de los candidatos obtiene más del 40% de votos y una distancia de 10 puntos respecto al segundo) parecían enterradas. A esa hora, sin embargo, el conteo en la página del órgano electoral se congeló, supuestamente por un fallo en la transmisión de datos.
Al día siguiente, cuando el recuento se reanudó, las cifras ya le daban a Morales la ventaja necesaria para ganar en primera vuelta: 46,8% frente a 36,7% (con el 95% escrutado). Como es lógico, la brusca modificación no pasó desapercibida. La OEA, cuya misión electoral se encuentra supervisando los comicios en el país, manifestó una “profunda preocupación y sorpresa por el cambio drástico y difícil de justificar en la tendencia de los resultados preliminares conocidos tras el cierre de las urnas”. La Unión Europea, por su parte, sostuvo que “la interrupción inesperada del conteo electrónico de votos” suscitaba “serias preocupaciones”, mientras que José Miguel Vivanco, directivo de Human Rights Watch, acusó a Morales de intentar “robarse la elección”. A ellos se suman, por supuesto, los miles de bolivianos que salieron a protestar en las últimas horas al grito de “fraude” y las voces en el plano internacional que han olido la treta (la excepción ha sido, por supuesto, la izquierda peruana, tan meliflua al momento de cuestionar a los gobernantes que saltan la ley cuando comparten la misma orilla ideológica).
La verdad, decíamos, es que el fraude existe desde que un presidente con vocación poco democrática decidió que sus deseos estaban por encima de la ley y la voluntad de sus ciudadanos. Y que no hay razones para creer que quien no se avergonzó antes por torcer la legalidad a fin de asegurar su postulación no se comportará ahora de manera similar para garantizar su victoria, sea esta por los votos o por la trampa. Queriéndolo o no, Morales ha comenzado a parecerse a Chávez. Lástima: ya sabemos cómo termina esa historia.