En 1856, el escritor estadounidense Herman Melville, mundialmente famoso por su novela “Moby Dick”, publicó la versión final de un relato que más tarde le valdría ser considerado el precursor de una de las vetas más importantes de la literatura del siglo XX.
La obra se titula “Bartleby, el escribiente” y en la conducta absurda o inmotivada del protagonista –el empleado de una oficina de Wall Street que trabaja con propiedades e hipotecas– no pocos críticos han distinguido un anticipo de lo que luego escribirían Kafka o Camus.
A las demandas de su jefe de que realice tal o cual tarea, efectivamente, Bartleby responde siempre “preferiría no hacerlo”, y mantiene esa actitud a lo largo de toda la historia, aun cuando lo arrastre al despido, la cárcel y, finalmente, la muerte por inanición.
La referencia viene a cuento porque, aunque despojados del aura simbólica de los grandes personajes literarios, muchos de los actuales congresistas parecen unos espontáneos epígonos de Bartleby cuando de abordar ciertas reformas electorales se trata.
Esta semana, por ejemplo, la Comisión de Constitución retomó el largamente esperado debate sobre la eliminación del voto preferencial y, a pesar de que queda muy poco tiempo para que se introduzcan en la legislación electoral modificaciones que rijan en los próximos comicios, prefirió no decidir al respecto. Es decir, tras varias horas de discusión, aprobó, por 9 votos contra 7, una cuestión previa del parlamentario de Perú Posible José León para que, en lugar de pasar al pleno, el dilema de si eliminar o no eliminar el voto preferencial continuase siendo evaluado en otra sesión. Una postergación que, como es obvio, deja prácticamente sin chance a la reforma en cuestión de ser puesta en vigencia en el proceso electoral del 2016.
La verdad es que, tras cuatro años de estar sentados en el Legislativo y muchos más de escuchar las opiniones favorables o contrarias a una reforma que los toca tan de cerca, no resulta creíble que los congresistas de las distintas bancadas no tengan todavía una opinión formada al respecto. Máxime cuando, en su mayoría, los líderes de los partidos a los que pertenecen ya han sentado posición sobre la materia.
Pareciera, en realidad, que muchos parlamentarios –porque la aversión al tema está muy difundida también fuera de la Comisión de Constitución– se muestran reacios a debatir la medida, porque esta supone el riesgo de ceder la representatividad del Congreso a los partidos que lo integran y hace peligrar sus posibilidades de tentar la reelección.
El voto preferencial, finalmente, da pie a que nuestros congresistas consideren su llegada al Parlamento como una victoria personal y no como la consecuencia de la confianza del electorado en una propuesta de gobierno. No es casualidad, por ello, que en esta legislatura 38 parlamentarios hayan renunciado a sus agrupaciones de origen y otros 5 hayan sido expulsados de sus bancadas.
Por otro lado, permitir escoger a nuestros congresistas por nombre y apellido desmotiva al elector a informarse sobre las propuestas políticas de los partidos y estimula que las curules sean obtenidas con carteles, canciones o promesas dirigidas a bolsones específicos de votantes (los jubilados, los microempresarios, las gestantes, etc.).
Esto, a su vez, genera que los partidos, para captar votos, opten finalmente por incorporar en sus listas parlamentarias a figuras populares en lugar de políticos de carrera y los desincentiva de fortalecer la vida partidaria en sus bases. Y es que, si contar con un rostro popular puede acarrear un efecto positivo en las encuestas, los motivos para estructurar y profesionalizar los partidos, así como desarrollar una propuesta ideológica que les permita captar militantes, comienzan a palidecer.
De no existir el voto preferencial, aquellos que quisieran tener una voz en el Parlamento tendrían que expresarla primero dentro de los partidos políticos, militando en ellos para demostrar su competencia y poder ser elegidos en elecciones primarias para representarlos.
A fin de cuentas, son los partidos organizados y no los rostros populares los que tienen mayor posibilidad de actuar como una fuerza sólida en el Congreso y sacar adelante propuestas de gobierno.
La eliminación del voto preferencial sería, pues, un paso adelante en el fortalecimiento de nuestras instituciones partidarias. Pero llegada la hora de siquiera permitir su discusión en el pleno, ocurre que, a la manera de Bartleby, muchos de nuestros legisladores simplemente prefieren no hacerlo. Aunque, para ser sinceros, en su caso la indolencia podría no ser tan inmotivada.