Esta semana, la revista británica “The Economist” publicó su Índice de Democracia, un estudio anual con el que monitorea la situación de la democracia en el mundo. Esta última edición no ha pasado desapercibida en nuestro país –aunque no con la atención que ameritaría– por la preocupante caída en nuestra calificación de “democracia fallida” a régimen “híbrido”. Es decir, nos encontramos a tiro del autoritarismo.
La publicación es clara al explicar el motivo principal de su evaluación: el golpe de Estado que Pedro Castillo dio el pasado 7 de diciembre. Fue ese intento de subvertir la democracia, que el medio compara –acertadamente– con el autogolpe de Alberto Fujimori del 5 de abril de 1992, el que nos colocó en la espiral de caos social y político en la que nos encontramos y el que ha bastado para que se nos perciba desde afuera como un régimen de impredecible solvencia institucional.
Asimismo, el análisis de la revista se refiere a la inestabilidad en la que nos sumió el gobierno del tirano más breve de nuestra historia. Durante su gestión, afirma, “la capacidad del Estado se debilitó por culpa de los más de 80 cambios ministeriales en corto tiempo y el nombramiento de ministros que carecían de experiencia relevante” y remata avizorando que “este legado pesará en la economía peruana, así como en la calidad de su gobernanza y democracia, por muchos años”.
En buena cuenta, el desastre de la gestión castillista, rematada por el golpe de Estado con el que su líder buscó salvar el pellejo, nos ha sumado un nuevo demérito ante los ojos del mundo. El mismo que se suma, por ejemplo, a la rebaja de nuestra calificación crediticia en las mediciones de múltiples agencias. Pero el informe también alude a la inestabilidad de nuestra política en los últimos años, con seis presidentes y tres congresos desde el 2016. Una serie de ingredientes que apuntan a culpables evidentes: nuestras autoridades.
A pesar de que la medición se enfoca –y con sentido– en nuestro más reciente dictador y en la poquedad de su administración, no se puede pasar por alto el papel que desempeñaron quienes estaban obligados a fiscalizarlo desde el primer día. El Congreso sencillamente demostró que no estaba a la altura del reto que le puso la historia. La vacancia de Castillo llegó tarde y cuando lo peor ya se había dado. En el camino sobraron motivos para remover al nuevo inquilino del penal de Barbadillo del puesto, pero la poca solvencia política de la oposición y la complicidad de la izquierda dejaron al primer presidente investigado por corrupción por la fiscalía durante su mandato seguir a sus anchas.
Y ahora, para colmo de males, los parlamentarios han vuelto a recordarnos toda su incompetencia y su nula capacidad para llegar a acuerdos mínimos y sensatos. Como hemos constatado en este Diario en los últimos días, entre los pedidos inoportunos e irresponsables de la izquierda para convocar una asamblea constituyente, la renuencia de Renovación Popular para dejar sus escaños hasta antes del 2026 y las excusas de todo tipo de diversas bancadas y parlamentarios, el Legislativo ha fallado una y otra vez en darle al país la mejor salida posible en uno de sus momentos más críticos de los últimos años: una fecha fija para celebrar elecciones adelantadas.
Es justo decir, asimismo, que esta incompetencia indolente trasciende al triste corolario de las elecciones del 2021. La tensión entre el Ejecutivo y el Legislativo, en honor a la verdad, ha marcado años de conflicto e incertidumbre por lo menos desde mediados del 2016 y, en general, un deterioro veloz de nuestro sistema democrático. Que ahora “The Economist” ha constatado.
Así las cosas, hay que decir que la medición de la revista británica era previsible. Esto, sin embargo, no debiera dejar de preocuparnos pues, como se sabe, un deterioro progresivo de nuestra salud democrática solo puede augurarnos malas noticias para todos los peruanos.