Vladimir Putin está desesperado. Para darse cuenta de ello solo hace falta ver las imágenes sobre los dos tipos de colas que se vienen formando en estos días en el país más extenso del planeta. La primera de ellas, de los reclutas convocados por el régimen para ir a pelear una guerra que a estas alturas muchos rusos ya consideran inútil. La segunda, de quienes buscan escapar de Rusia precisamente para evitar ser llamados al frente.
En los últimos días, reportes de prensa han dado cuenta de la gran cantidad de rusos que buscan escapar del país por aire o tierra. Los vuelos a destinos como Turquía, Azerbaiyán o Armenia, por ejemplo, se agotaron, mientras que las caravanas para abandonar el territorio por tierra eran descomunales (algunas, como aquella que se dirige a Georgia, alcanzaron los 10 kilómetros de longitud, según informó el diario “El País”). Todo ello, mientras las calles rusas se inundan de valientes manifestantes que protestan contra la sinrazón de la ofensiva en Ucrania.
Esta desesperación de Putin, por supuesto, no es gratuita. Luego de varios meses empantanada, la situación de la guerra entre Rusia y Ucrania ha registrado un golpe de timón inesperado con la recuperación por parte del segundo de varias ciudades de las que el primero se había apoderado en las primeras semanas de la ofensiva, que lleva ya seis largos meses sin visos de solución. Aunque la situación es compleja, distintos analistas coinciden en que lo que ha permitido esta remontada ucraniana han sido, en primer lugar, las armas –tecnológicamente superiores a las que tenía el ejército local– enviadas por Occidente y el cansancio de las tropas rusas en el terreno, desmoralizadas luego de un semestre de una invasión que, según pregonaba la propaganda rusa al inicio de la misma, duraría solo unas semanas.
Desde hace mucho tiempo se ha hecho evidente que Putin ha errado en sus cálculos. Ha fracasado estrepitosamente, en otras palabras, y a la par que se ha mostrado ante el mundo tal cual es, ha servido para unir a los países occidentales y acercar a los vecinos de Rusia aún más al bloque transatlántico. Pero lo anterior no significa que el mundo deba respirar aliviado. Todo lo contrario. Esta semana ha quedado demostrado que un Putin desesperado puede hacer todavía muchísimo daño; principalmente a sus propios ciudadanos.
El miércoles, el líder ruso firmó un decreto que ordena la movilización de cientos de miles de rusos –300.000, según su ministro de Defensa, Serguéi Shoigú– al frente (una orden tan imprecisamente redactada que, según expertos, abre la puerta a una movilización general de la ciudadanía rusa). “Ante una amenaza a la integridad territorial de nuestro país, utilizaremos todos los medios a nuestro alcance para proteger a Rusia y a nuestro pueblo”, afirmó Putin.
Al mismo tiempo, el Kremlin viene promoviendo sendos referéndums en zonas que tiene parcialmente ocupadas en Ucrania con miras a anexionárselas en los próximos días. Algo parecido a lo que Rusia hizo con la península ucraniana de Crimea en el 2014. Estos plebiscitos, sin embargo, no deben de ser validados por la comunidad internacional, por más que el Kremlin y su aparato propagandístico hagan pasar como consultas democráticas unos procesos que claramente no serán tales.
Otra cosa que debiera hacer la comunidad internacional, y específicamente la Unión Europea, es facilitar la llegada de los ciudadanos rusos que intentan huir de un futuro en el que solo les depara la guerra o la cárcel. Hacerlo, además de un acto humanitario, sería una poderosa reafirmación de aquello que está en el meollo de la guerra entre Rusia y Ucrania: el acercamiento de los ciudadanos de los territorios de la antigua Unión Soviética hacia el modelo plural y garantista europeo en lugar del desvencijado y autoritario modelo ruso.
Finalmente, las protestas de miles de rusos es algo para aplaudir. Estas nos deben recordar que esta guerra no es entre dos pueblos, sino entre las aspiraciones criminales de un líder y un país que se niega a ceder ante ellas.