Más de sesenta días de protestas violentas y un cuarto muerto a raíz de ellas movieron el viernes pasado al Ejecutivo a decretar finalmente el estado de emergencia en la provincia arequipeña de Islay. La medida supone un endurecimiento de la capacidad del Estado para combatir a los revoltosos y devolver el orden y el imperio de la ley a una localidad que vive en una permanente zozobra desde hace más de dos meses.
En concreto, lo que la situación legal de excepción establece es la suspensión de los derechos constitucionales relativos a la libertad y seguridad personales, la inviolabilidad de domicilio y la libertad de reunión y de tránsito, lo que no es poco. De hecho, el ministro de Justicia, Gustavo Adrianzén, ha definido la decisión como un “remedio amargo”. “Cuando la democracia se ve afectada –ha dicho–, tiene que implementar remedios de esta naturaleza para curarse a sí misma”. Y tiene razón. Pero, para continuar con la figura que ha planteado, olvidó mencionar que la ingestión de medicamentos siempre entraña algunos riesgos. Sobre todo, si esta no se hace a conciencia.
En lo que concierne a la prolongada asonada en Islay, por ejemplo, antes de decretar el estado de emergencia, el gobierno probó con otros remedios que, sin embargo, solo aplicó a medias. Y todos ellos consistieron, como en este caso, en un escalamiento en la fuerza de coerción del Estado presente en el lugar.
Para empezar, el 24 de marzo, el general PNP Luis Enrique Blanco, jefe de la policía de Arequipa, anunció que más de 2.000 agentes de la propia Arequipa, Moquegua y Lima habían sido destacados a la referida provincia para evitar el bloqueo de la Panamericana Sur y otros desmanes. La medida, no obstante, resultó aparentemente insuficiente, pues el 1 de mayo, el ministro del Interior, José Luis Pérez Guadalupe, informó del envío de más policías –en número indeterminado– para controlar los actos de las turbas opuestas al proyecto Tía María. Y siete días después, se supo del envío de 400 agentes adicionales.
Los desórdenes, empero, continuaron y el 9 de mayo, a través de una resolución suprema, el gobierno dispuso la intervención de las Fuerzas Armadas en la zona “con el fin de asegurar el control y mantenimiento del orden interno y evitar actos de violencia o cualquier ilícito que se pudiera cometer con ocasión de las movilizaciones”.
Ninguno de esos remedios, sin embargo, funcionó, pues la violencia continuó extendiéndose al punto de haber empujado ahora al Ejecutivo a decretar el estado de emergencia. Y ante esa circunstancia cabe preguntarse si lo ocurrido es realmente que las fuerzas del orden no se daban abasto con la potencia de los recursos que tenían disponibles para reducir los desbordes de la protesta.
La respuesta es obviamente negativa, pues no hay entre los levantados una fuerza equiparable a la desplegada por el Estado para enfrentarlos. Lo que ocurre es, sencillamente, que no ha existido en ningún momento la decisión ni la autorización de ejercerla cabalmente, como muestra el hecho de que muchas veces hayan sido los policías los que llevaron la peor parte en los enfrentamientos.
Lo que hemos tenido, en buena cuenta, son remedios aplicados a medias que, a la larga, resultan peores que la enfermedad. No solo porque no la curan, sino porque quedan desvirtuados ante los ojos de quienes se han alzado contra ellos y, en esa medida, se vuelven inútiles para una próxima oportunidad. Bravatas, en suma, que se desbaratan al ser retadas por quien tenga la presencia de ánimo de hacerlo.
¿Puede la declaratoria del estado de emergencia en Islay correr esa misma suerte? Por supuesto que sí. Para comprobarlo, basta observar lo sucedido en Cajamarca a propósito del proyecto Conga. Allí también se llegó al mismo extremo sin que ello sirviera para controlar la situación, porque el gobierno capituló reiteradamente ante los revoltosos y los violentos, inhibiéndose de aplicarles todo el rigor de la ley.
Si las autoridades se van a rendir, entonces, también en este caso, hay buenas razones para que lo hagan desde el principio. Por lo pronto, el costo en víctimas y en pérdidas es menor. Y, sobre todo, el remedio queda intacto para cuando alguien más tenga la entereza de aplicarlo sin cortapisas.