Tras dos años conviviendo con el COVID-19, los temores que los peruanos tuvimos al comienzo de la pesadilla están empezando a disiparse. Y aunque mucho de esto tiene que ver con la manera en que diversos eventos turbulentos han debilitado la relevancia de la enfermedad para la opinión pública (desde nuestra realidad política hasta la invasión a Ucrania), las verdaderas responsables han sido las vacunas. Cuando la pandemia mataba a cientos de peruanos al día y el virus parecía incontrolable, era imposible no prestarle atención. Ahora, con la humanidad armada en términos médicos para resistir, el coronavirus se ve como un monstruo a punto de evaporarse.
Pero todavía no se puede cantar victoria, sobre todo cuando, como reportó ayer este Diario, el lento avance de la tercera dosis de la inoculación nos mantiene en riesgo y lejos de poder pasar la página.
Como explicó nuestro colega Diego Suárez, solo el 38% de la población objetivo ha completado el esquema de vacunación. Eso quiere decir que, de cada diez peruanos mayores de 12 años, menos de cuatro cuentan con protección suficiente. Una proporción de la que no podemos sentirnos orgullosos. Quizá el dato más relevante en este sentido sea que, mientras en noviembre se logró aplicar más de siete millones de dosis de la vacuna, en febrero la cifra se desplomó hasta los 1,2 millones.
De hecho, la coyuntura mantiene algunas similitudes con los peores momentos del azote de la pandemia que no debemos pasar por agua tibia. Según el infectólogo del hospital Cayetano Heredia Carlos Medina, por más leve que nos haya parecido la tercera ola del COVID-19, esta causó que un número considerable de adultos mayores –parecido a los registrados en las olas anteriores– perdiese la vida. De acuerdo con los propios cálculos de Medina, el 60% de los miembros de este grupo etario fallecidos en el hospital mencionado solo contaba con dos dosis de la vacuna.
Por otro lado, el decano del Colegio Médico del Perú, Raúl Urquizo, ha resaltado que las metas con respecto a la vacunación de niños no se han cumplido. “En marzo se calculaba que, por lo menos, el 50% o el 60% de los niños debía estar vacunado, pero si vemos las cifras, no llegan al 40%”. Todo ello luego de que en diciembre y en enero, mientras ocurría la tercera ola, el proceso de inoculación se llevase a cabo con relativa efectividad.
Difícilmente podríamos ignorar que la ralentización del proceso de vacunación coincide con el cambio de mando en el Ministerio de Salud. El ascenso de Hernán Condori a la cima del sector cuando hace no mucho promocionaba productos como el “agua arracimada” o la ivermectina para luchar contra el COVID-19 a través de vergonzosos videos deja poco que esperar en cuanto al trabajo técnico que debería llevarnos a cumplir nuestras metas en este terreno. Si el exministro Hernando Cevallos pudo continuar con una campaña de vacunación funcional iniciada durante el gobierno de Francisco Sagasti, la situación no debería ser distinta con su reemplazo. Salvo, por supuesto, que el problema sea la incompetencia de quien hoy porta el fajín.
Y es que proteger a la ciudadanía del coronavirus no solo es una tarea que requiere de la obtención de dosis o del despliegue de infraestructura médica para aplicarlas, sino también de procesos ambiciosos de comunicación y de generar confianza en la ciudadanía. Y esto último se hace difícil con un titular del sector que carga un 55% de desaprobación y cuyas aptitudes han sido puestas en duda hasta por sus propios colegas.
Más allá de si el Congreso tiene el aplomo para censurar a Condori, no podemos olvidar que los ciudadanos todavía tenemos una cuota de responsabilidad en esta pandemia. Y que, así como pusimos el hombro dos veces, deberíamos hacer el esfuerzo por inocularnos la dosis de refuerzo. Esta batalla, después de todo, todavía no ha terminado.
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