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Editorial El Comercio

Ayer el presidente Martín Vizcarra anunció lo que, desde hace días, se anticipaba previsible y recomendable: la ampliación del plazo para el cumplimiento de la cuarentena forzosa que los ciudadanos debemos observar a fin de evitar una mayor propagación del COVID-19 en el país. Ahora, en lugar de terminar el 30 de marzo, como inicialmente se había establecido, el aislamiento social culminaría (si todo va bien, se entiende) el lunes 13 de abril.

La verdad es que, en un contexto en el que el número comprobado de contagiados en el territorio nacional se había elevado a 580 y los fallecidos eran 9, no existía otra salida razonable. Si consideramos que el 15 de marzo, día en que se dictó la restricción original, los casos confirmados eran 71 (y no había todavía víctimas mortales que lamentar) y que desde entonces –como cabía suponer– esa cifra no ha hecho sino incrementarse, la conclusión es obvia. Para el 1 de abril, los contagiados serán bastantes más (ojalá que los fallecidos no) y si el escenario de mediados de marzo justificaba la cuarentena, ¿qué sentido tendría levantarla en medio de uno peor?

No había que ser vidente para saber que, tal como venía la mano, el Gobierno iba a tener que alargar la vigencia de la orden de permanecer en casa. Y si algo se le puede criticar al presidente es el haber creado falsas expectativas entre la población al afirmar el martes 17 de este mes que no creía que la emergencia fuese a requerir una extensión. “Nosotros creemos que no es necesaria una prórroga, en la medida [en] que cumplamos bien el estado de emergencia. Si lo cumplimos bien, 15 días es suficiente”, declaró… cuando ya era público y notorio que, en las dos primeras jornadas de aislamiento obligatorio, la disposición había sido obedecida solo a medias (de hecho, al día siguiente se hizo necesario endurecer las restricciones con el toque de queda).

La prolongación de la cuarentena, por otro lado, ha ocurrido ya en otros países que, habiéndola dictado tiempo atrás, vienen librando todavía una dura batalla contra el coronavirus. En Hubei, la provincia china en cuya principal ciudad –Wuhan– se inició el brote, la medida, por ejemplo, fue establecida el 23 de enero y duró hasta el 25 de marzo (más de dos meses), pero el confinamiento mismo se extenderá hasta el 8 de abril. Como se sabe, el número de casos confirmados en ese lugar ascendió a 67.801 y el de los muertos, a 3.169.

En Italia (80.589 casos y 8.215 muertes de acuerdo con el último reporte a la mano), la cuarentena se decretó el 8 de marzo para la región de Lombardía y otras provincias del norte del país, pero un día después se extendió a toda la península y hasta el 3 de abril. Y es posible que su finalización sea pronto postergada hasta una fecha todavía imprecisa.

En España (56.197 contagiados y 4.145 fallecidos), por último, la medida en cuestión, que regía desde el 14 de marzo y debía expirar 15 días más tarde, acaba de ser ampliada esta semana hasta el 11 de abril.

Así las cosas, lo dispuesto ayer por el Gobierno luce meridianamente como lo sensato y lo racional. Es la única forma de que la curva de infectados en determinado momento comience a declinar y de evitar el colapso de nuestro sistema de salud. Las consecuencias económicas de continuar con el aislamiento serán sin duda serias en el futuro, pero en la hora actual lo fundamental es asegurar que ese futuro exista.

Siga quedándose en su casa y contribuya de esa manera con su salud y la de todos. Los 21.074 necios detenidos por violar las restricciones ya son más que suficientes.

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