Ya se sabe que el derecho de propiedad que no se puede probar clara y fácilmente vale menos que el que sí. Es lógico que así sea: uno descuenta de lo que está dispuesto a pagar por algo lo que le costaría hacer que los demás lo reconozcan como el dueño de ese algo. Por el mismo motivo, el derecho de propiedad que no se puede probar clara y fácilmente no sirve para obtener créditos o sirve solo para obtener créditos en condiciones muy castigadas: los bancos –y cualquier otro prestamista– no consideran que sirve de mucho la “garantía” cuya eventual propiedad (en caso de que su deudor no les pague lo que les debe) les podría ser discutida sin esfuerzo.
Puesto en otras palabras, los derechos de propiedad sobre los que no hay títulos claros constituyen un desperdicio de riqueza, tanto para sus (precarios) titulares como para la economía en la que existen.
En el Perú este desperdicio no es pequeño: según el Censo Nacional Agropecuario (Cenagro) del 2012, ni más ni menos que el 24,64% de las parcelas rurales carece de un registro que identifique a sus propietarios.
Es, pues, muy positivo que este gobierno se haya propuesto hacer algo por titular la propiedad rural en el país, para lo que el Ministerio de Agricultura (Minagri) obtuvo hace un tiempo un préstamo de US$50 millones de una organización internacional. Y es también de saludar que el defensor del Pueblo acabe de recordar la prioridad de esta misión al gobierno, haciendo énfasis en el caso de la propiedad colectiva de las comunidades campesinas y nativas, que son las titulares de buena parte de los predios rurales con problemas de titulación que existen en el país.
El problema, en medio de la buena noticia, es que ni el Minagri ni la defensoría han hablado de reconocer la propiedad individual que, de facto, existe en el seno de las comunidades, asumiendo, aparentemente, que sus miembros prefieren seguir con el esquema de propiedad colectiva que hasta hoy les manda la ley.
¿Por qué mantendrían el Minagri y la defensoría una asunción así? No se nos ocurre otro motivo que la inercia. Después de todo, la concepción de los comuneros peruanos como personas colectivistas por naturaleza fue empujada con mucha fuerza por ideologías que tuvieron un gran apogeo en el país –el gobierno del general Velasco, de hecho, hizo de ella una especie de emblema– y ha de resultar difícil cuestionar una visión que nos fue inculcada a generaciones de peruanos desde nuestra educación escolar.
Para quien no parece haber sido tan difícil hacer este cuestionamiento, sin embargo, es para los propios comuneros, quienes desde hace tiempo vienen creando propiedades individuales de facto en el medio de sus comunidades y heredándoselas de padres a hijos, con el reconocimiento del grupo. De hecho, el propio Cenagro del 2012, elaborado por el INEI, recoge 1’555.134,31 hectáreas como pertenecientes a miembros de comunidades campesinas. ¿Cuántas de las parcelas de ese 24,64% que queda sin titular pertenecerán también a miembros individuales de estas comunidades?
La respuesta a la pregunta anterior parecería ser “muchísimas”. Al menos a juzgar por las escrituras ante jueces de paz o ante notarios locales, los documentos de compraventa, los testamentos y toda la rica lista de recursos con que los comuneros intentan “legalizar” su propiedad individual. Intento este que, sin embargo, está condenado al fracaso –de ahí las comillas–, puesto que el Estado solo está dispuesto a reconocerlos como propietarios colectivos, al margen de lo que ellos piensen al respecto. Y a nadie parece resultarle esto discriminatorio y menos que a nadie a los supuestos “protectores” de las comunidades. Los demás peruanos no estamos obligados a ninguna asociación, pero los comuneros sí, porque “nacen” dentro de una y seguir en ella es, por lo visto, lo que les corresponde. Lo contrario –permitir que los “antropos” les resulten contestones a los antropólogos– no parece ser una opción.
Desde luego, dicen los “defensores” del sistema comunal que el “neoliberalismo” quiere destruir las comunidades, que son mucho más que propiedades: modos de vida, sistemas culturales, tradiciones. Pero no se llega a entender cómo una reforma que trate de reconocer exclusivamente a quienes ya han optado –o deseen optar en el futuro– por una determinada forma de propiedad (con el consentimiento implícito de sus comunidades) puede suponer “destruir” su modo de vida. Los modos de vida no se pueden “proteger” de buena fe contra la voluntad de quien los vive.