Ayer se realizó en Palacio de Gobierno una ceremonia por el duodécimo aniversario de la Alianza del Pacífico, un proyecto que componen, además de nuestro país, México, Colombia y Chile, y que en todo este tiempo ha ayudado a fomentar la integración entre sus miembros a diferente nivel, desde el económico hasta el libre tránsito de personas. En el evento participaron exautoridades de todos los países miembros, como el expresidente mexicano Felipe Calderón, el exministro de Relaciones Exteriores chileno Alfredo Moreno, el exmandatario colombiano Juan Manuel Santos (aunque de manera virtual) y el excanciller peruano José Antonio García Belaunde, además de la presidenta Dina Boluarte y de su ministra de Relaciones Exteriores, Ana Cecilia Gervasi.
Desde su fundación, la Alianza del Pacífico ha sido tremendamente beneficiosa para sus miembros. Hoy, por ejemplo, el 99% de los productos en común que se intercambian entre sus integrantes se encuentra libre de aranceles, los nacionales de los cuatro países que la componen pueden circular libremente entre ellos y sus estudiantes, docentes e investigadores disponen de becas para realizar intercambios académicos, entre otros beneficios. Sus números son sin duda atractivos para otros países y bloques comerciales (se trata de la octava economía mundial y aglutina el 41% del PBI de toda América Latina y el Caribe) y el hecho de que haya captado el interés de más de 60 economías que actualmente participan de ella como observadoras y que países como Corea del Sur hayan iniciado negociaciones para asociarse con la alianza, mientras que otros como Singapur ya hayan suscrito un tratado de libre comercio con ella demuestra que tiene un amplio margen para seguir creciendo.
Sin embargo, la crisis que atraviesa el bloque a nivel interno no permite celebrar estos logros. Todo lo contrario; este año la alianza conmemora un aniversario amargo, sumida en el que quizá sea su momento más crítico, debido, hay que decirlo, a la actitud adolescente de los mandatarios de dos de sus integrantes.
El primero de ellos es el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Desde que Pedro Castillo diera un golpe de Estado el pasado 7 de diciembre para desmontar la democracia e intervenir el sistema de justicia que lo investiga a él y a sus allegados, el líder mexicano se ha embarcado en una cruzada internacional a favor del golpista y en contra del Gobierno que, con todas las reticencias que uno pueda albergar contra él, constitucionalmente preside Dina Boluarte. En el marco de esta, AMLO se ha negado a cederle la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico al Perú, tal y como debía suceder en enero pasado, alegando que no quiere pasarle la batuta “a un gobierno que considero espurio”.
De manera similar, en los últimos meses el gobernante colombiano, Gustavo Petro, ha tratado en incontables ocasiones de restarle legitimidad a la actual administración peruana, ha llegado a sostener que Pedro Castillo está preso irregularmente –poniendo en tela de juicio, así, la acción de nuestro sistema de justicia– y ha equiparado el despliegue de las fuerzas de seguridad nacionales en la contención de las protestas de inicios de año con el de las tropas de Adolf Hitler en la Alemania nazi.
Estas y otras patrañas vertidas por AMLO y Petro han llevado al Gobierno Peruano a retirar a sus embajadores en México y Colombia; decisiones que, aunque afectan los lazos con dos de los tres socios de la Alianza del Pacífico, eran necesarias para protestar contra quienes vienen usando su cargo para tratar de lavarle la cara a quien intentó subvertir el orden constitucional en nuestro país.
La Alianza del Pacífico es uno de los mejores proyectos de integración de los últimos tiempos y un recordatorio de que el trabajo conjunto entre las naciones puede traer enormes beneficios para sus ciudadanos. Pero su vigencia, como lo vienen demostrando los últimos acontecimientos, no dependerá solo de que sus integrantes estén comprometidos con las ideas de apertura comercial y cooperación económica que motivaron su nacimiento, sino también con el respeto por los principios democráticos más elementales. Sin esto último, después de todo, será difícil que los primeros funcionen correctamente.