Un militar resguarda la avenida Abancay, en el Centro de Lima, durante la cuarentena por el COVID-19 en mayo del 2020. (Foto: Diana Marcelo).
Un militar resguarda la avenida Abancay, en el Centro de Lima, durante la cuarentena por el COVID-19 en mayo del 2020. (Foto: Diana Marcelo).
/ NUCLEO-FOTOGRAFIA > DIANA MARCELO
Editorial El Comercio

Desde hace años, la inseguridad ciudadana en nuestro país es un problema que ha venido poniendo a prueba la capacidad de los diferentes gobiernos para idear estrategias inteligentes y articuladas que puedan hacerle frente. La administración de Perú Libre, por supuesto, no es una excepción y, a pesar de que todavía seguimos inmersos en una pandemia, las cifras son para preocuparse.

Según informó este Diario, entre enero y setiembre de este año, se denunciaron y más de 6.400 en el Callao. Para darnos una idea de lo que esto significa, es como si cada hora 11 personas se acercaran a una comisaría a presentar una denuncia por este ilícito. Sin embargo, también existe un grueso porcentaje de personas () que nunca se acerca a denunciar, por lo que la cifra real es mucho mayor. Esto, por hablar solo de los robos y no ahondar en delitos , la extorsión o el narcotráfico.

Frente a este panorama, el gobierno de ha optado por dictar una medida de discutible constitucionalidad, poco novedosa, ineficiente y peligrosa.

El último martes, se publicó que autoriza “la intervención de las Fuerzas Armadas en apoyo [de] la Policía Nacional del Perú con el objeto de asegurar el control y el mantenimiento del orden interno” en Lima y el Callao. Según el texto, la medida tendrá una vigencia de treinta días.

En primer lugar, hay que decir que varios abogados han puesto en duda la constitucionalidad de la disposición y han advertido de que no está debidamente justificada; esto es, que en el documento no se especifica cuáles son los supuestos que habilitarían la participación de las FF.AA. en el resguardo del orden interno y, por ende, los límites para la acción de estas no están claros.

En segundo lugar, la propuesta de encargar a los militares las tareas que les corresponden a los policías no es novedosa. En todas las campañas políticas, inclusive en aquellas en las que se eligen autoridades locales, nunca falta el candidato que promete enviar a las FF.AA. a patrullar las calles para contener la criminalidad. No importa que los especialistas insistan en que la medida es ineficaz y adviertan de que puede causar más problemas que los que busca atajar, para un candidato inmerso en la alocada carrera por los votos, las promesas de corte populista como esta siempre resultarán más atractivas antes que formular intrincados y técnicos programas mucho más sustanciosos.

En los últimos días, más de un experto ha recordado que la lucha contra la inseguridad ciudadana es una que exige un trabajo articulado entre varias entidades, un estudio profundo sobre sus causas de fondo y una visión a largo plazo antes de empezar a ver algunos resultados pequeños, pero sostenibles. El Gobierno, sin embargo, ha optado por tomar un camino equivocado.

En tercer lugar, como sabemos los latinoamericanos, la militarización de la lucha contra el crimen no ha solucionado esta problemática en los países en los que se ha aplicado, sino que, por el contrario, ha motivado –como en México– graves denuncias de violación de los derechos humanos por parte del personal castrense. No por nada, José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch para las Américas, ha recordado que “los soldados están entrenados para la guerra, no para el control del orden público”.

¿Por qué entonces el Ejecutivo se ha decantado por una medida a todas luces contraproducente? La respuesta parece tan clara como alarmante: porque carece de planes factibles para contener el avance de la criminalidad en la capital y quiere dar, aunque sea por un momento, la ilusión de estar haciendo algo al respecto. Mientras tanto, debido a las malas decisiones del presidente, el Ministerio del Interior verá desfilar en los primeros cien días de gestión.

Paradójicamente, un Gobierno que se vendía como “del cambio” ha terminado reproduciendo una fórmula vieja, fracasada y que podría traer serias consecuencias para los ciudadanos.