Los resultados del plebiscito celebrado este domingo en Chile suponen el cierre de un ciclo político agitado y estéril en ese país. Como se sabe, lo que se consultaba a la población era un segundo proyecto de Constitución, en poco más de un año, para reemplazar a la promulgada en 1981, bajo la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), aunque reformada en incontables ocasiones (alrededor de 70 veces) en democracia.
El proceso que ahora culmina empezó hace cuatro años, cuando manifestaciones violentas en las que se exigía el cambio de esa Constitución obligaron al gobierno del entonces presidente Sebastián Piñera a convocar, primero, a un referéndum sobre la materia (en el que más del 78% de los participantes se inclinó por ir adelante con la reforma) y luego a las elecciones de convencionales constituyentes, en las que la responsabilidad de escribir el proyecto de nueva Carta Magna le fue confiado a una asamblea de notoria mayoría izquierdista y de independientes que no respondían a ningún partido. Esta produjo un texto que satisfacía sus fantasías ideológicas, pero no las expectativas ciudadanas: fue rechazado en setiembre del 2022 (cuando ya Gabriel Boric había llegado a la presidencia) por una contundente mayoría de más del 61%. Solo un 38,1% de los consultados se mostró a favor de ese texto.
Se llamó entonces a elecciones para conformar un nuevo Consejo Constitucional, esta vez de solo 50 miembros y encargado de proponer un segundo texto. Esos comicios se celebraron en mayo de este año y, en esta ocasión, la mayoría de los elegidos procedía de los predios de la derecha. El producto final, no obstante, tampoco satisfizo a la mayor parte de los chilenos, porque un 55,8% lo rechazó, mientras que solo un 44,2% se mostró dispuesto a aprobarlo. ¿El resultado? Que los chilenos se han quedado con la misma Constitución que tenían cuatro años atrás y que, supuestamente, deploraban.
En el camino, no obstante, mucho se ha perdido. Por un lado, la propiedad pública y privada que fue dañada o destruida durante las manifestaciones que mencionamos al principio. Y, por el otro, algunas de las cifras que hasta hace poco hacían del país del sur una isla de bienestar en el contexto de Latinoamérica. Chile, en efecto, ha dejado en estos años de ser una de las naciones más seguras de esta parte del continente: la tasa de homicidios se ha duplicado y el 90% de las personas (la medición más alta en una década) cree que la criminalidad ha aumentado, según la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana. Aumentaron también la burocracia y las regulaciones para los negocios, lo que, como es obvio, afecta el desarrollo de la economía. No se puede ignorar, por último, la cantidad de riqueza que se ha dejado de crear por toda esta situación de incertidumbre política. ¿Y todo para qué? Pues para terminar exactamente en el punto en el que habían empezado.
La culpa, por supuesto, es sobre todo de los políticos, incapaces de llegar a consensos y puntos de encuentro. Pero también queda la sensación de que había y hay cosas más urgentes que resolver que aquellas que plantean estos extensos y agotadores debates. La gente en Chile parece estar harta de sus representantes y la agenda que les quieren imponer.
Lo sucedido en el vecino país parece, en realidad, una fábula. Es decir, una historia que ilustra una lección moral: la moraleja. Los chilenos, al parecer, ya la aprendieron, pero a un costo bastante alto. Enredados desde hace tiempo en un trance similar, los peruanos podríamos, en cambio, tomar nota de esa moraleja y sacar conclusiones importantes antes de que nos arrastren a un proceso que terminaría de seguro con una factura semejante.
Como hemos dicho anteriormente, ninguna Constitución es perfecta y todas pueden ser reformadas siguiendo los caminos que ella ya ha trazado. Esta, por supuesto, es una tarea que suena menos heroica que la de refundar la vida en sociedad, pero es mucho más provechosa y no acaba en frustraciones como la que acaba de sufrir nuestro vecino del sur.