El sábado pasado terminó la legislatura y, aunque la Comisión Permanente todavía seguirá en funciones hasta julio y cabe la posibilidad de que se celebre algún pleno extraordinario, es claro que la etapa de Alejandro Soto al frente del Congreso ha llegado prácticamente a su fin. Según ha dicho su compañero en la Mesa Directiva, Waldemar Cerrón, se trata de una gestión “totalmente exitosa a las grandes mayorías”. Unas mayorías que, sin embargo, solo parecen existir en su cabeza, pues si revisamos las últimas mediciones de Datum publicadas en este Diario lo que destaca es un rechazo mayoritario tanto a Soto como a la institución que preside: el 81% de peruanos dice sentirse avergonzado de su Congreso y el 75% desaprueba la labor de su titular.
Pero la evaluación de Cerrón, más que una anécdota, es en realidad una muestra diáfana de lo que ha sido el Congreso durante la gestión de la Mesa Directiva que él ha integrado en el último año: una principalmente desconectada de la realidad, hermética a las críticas y reacia a rendir cuentas por sus acciones.
Quizá ninguna cifra refleje mejor esto que el hecho de que ayer Alejandro Soto cumplió diez meses sin declarar a la prensa. La última vez que dio una conferencia de prensa, el 18 de agosto, lo hizo para tratar de aclarar los serios cuestionamientos que se cernían en su contra –se ciernen, en realidad, porque nunca los aclaró– y que amenazaban su continuidad como presidente del Parlamento cuando llevaba menos de un mes en el cargo.
Pero no se trata solamente de una aversión a los micrófonos de la prensa. La falta de transparencia de su gestión también quedó expresada en la eliminación en el sitio web del Congreso de la información sobre las rotaciones internas de sus trabajadores. Una remoción que se dio además luego de que este Diario verificara que dos de sus asesores acusados de coordinar ataques contra otros parlamentarios utilizando cuentas falsas en las redes sociales habían sido nada menos que promovidos por Soto.
Por otro lado, no olvidemos que a Soto le abrieron una retahíla de procesos tanto en el Congreso como en el Ministerio Público en este último año. Y si bien sus colegas lo salvaron de ser sancionado por contratar a la hermana de la madre de su hijo en su despacho y por usar una ley para lograr la prescripción en un proceso en su contra, la fiscalía aún lo investiga por el aporte que sus trabajadores daban todos los meses para financiar publicidad a su favor en las redes sociales y por la trama criminal que implica nada menos que a la ex fiscal de la Nación Patricia Benavides.
Sobre estos cuestionamientos, el presidente del Congreso no ha dicho mucho. Como tampoco ha mostrado mayor interés en alzar la voz contra los proyectos claramente lesivos contra el país que la representación nacional aprobó mientras él la encabezaba, como aquella que repone a los docentes que fueron descalificados de la carrera pública magisterial por no aprobar un examen de conocimientos, la que deforma la colaboración eficaz o la que le quita la facultad a la ATU para fiscalizar a los taxis por aplicativo en la capital. Leyes que, además, se aprobaron sin escuchar las observaciones técnicas de los entes especializados y muchas veces por insistencia.
Finalmente, no conviene olvidar que durante su presidencia el Congreso fue duramente criticado porque los legisladores se beneficiaron con jugosos bonos y porque, pese a que él declaró que en el 2024 no se entregarían nuevos estipendios, los parlamentarios se beneficiaron de un aumento de S/3.383 en el monto que reciben cada mes por “función congresal”. No es un bono, pero se le parece.
Todas, en fin, circunstancias que dejan como balance una presidencia del Congreso bastante discreta (por no decir más). Ojalá que quien suceda a Soto en el cargo saque las lecciones correctas de la gestión que se va y entienda que no se puede dirigir una institución tan importante haciendo oídos sordos a los cuestionamientos y negándose a rendir cuentas.