Por décadas, la incapacidad de buena parte de la izquierda latinoamericana para condenar los atropellos de la dictadura cubana fue evidencia de un doble rasero vergonzoso. A pesar de los groseros abusos a cualquier atisbo de disidencia, líderes simpatizantes del régimen apañaron el despotismo caribeño. La historia se repite ahora en Venezuela. Tras un cuarto de siglo en el poder, al régimen chavista no le quedaba ya mucha careta democrática por disimular, pero su reacción a las elecciones del mes pasado terminó de consolidar su imagen como una obscena dictadura. Desde entonces el régimen insiste en una burda farsa sobre la victoria de Nicolás Maduro que no pueden probar.
Multitudinarias marchas llenaron las calles de Venezuela exigiendo el reconocimiento de Edmundo González Urrutia como presidente electo. En respuesta, el régimen ha apresado opositores e inventado cargos para mantenerlos detenidos. Para facilitar su represión, han puesto el foco en el sistema de justicia. El propósito es controlar las instituciones que puedan resultarles incómodas.
Como era previsible, Bolivia y Nicaragua no han dejado de apoyar a Maduro, pero no olvidemos el triste papel de los presidentes de México, Colombia y Brasil. Este último se refirió al chavismo como un “régimen muy desagradable, con tendencia autoritaria”. En su aparente intento mediador, le han dado oxígeno al régimen chavista para continuar atropellando la voluntad de sus ciudadanos. El papa Francisco ha optado por una tibieza estratégica similar. Insistir en que el régimen todavía está a tiempo de mostrar las actas que validen su victoria o que se deberían llevar a cabo nuevas elecciones es un insulto para Venezuela y para las democracias de los países que presiden. La única negociación válida es sobre la forma en la que Maduro y sus secuaces dejarán el poder, y esto tendría que ser mucho más temprano que tarde. Entre los gobernantes más cercanos a la izquierda, el caso de Gabriel Boric, presidente de Chile y quien ha desconocido los resultados electorales de Venezuela, es una honrosa excepción.
Mientras más tiempo transcurra, más difícil será para los ganadores de los comicios hacer valer el voto de la mayoría de los ciudadanos. El régimen se aferra al poder con lo que le queda y eso implica avanzar hacia el control total de la sociedad venezolana. Convalidar esa ruta –de la que ya no hay marcha atrás– no es propio de países aliados, porque el tinte político del gobierno no debería importar cuando los principios democráticos más elementales están en juego. Pero no todos lo entienden así.