“El operativo Patriota es el más importante de los últimos 20 años y, para mí, ‘José’ [Víctor Quispe Palomino, cabecilla del Militarizado Partido Comunista del Perú] está muerto porque realmente el golpe ha sido muy fuerte. Yo quiero felicitar a los comandos del Vraem. [...]. El Vraem será una zona pacificada, tendiendo puentes, y será una gran oportunidad para el país”. Estas fueron las palabras de José Gavidia, entonces ministro de Defensa, en agosto del 2022, tras una incursión coordinada entre la PNP y las Fuerzas Armadas contra los remanentes de Sendero Luminoso en el Vraem. Como resultado de aquella operación, fallecieron al menos 10 terroristas y dos soldados, se hirió a ‘José’ y se incautaron cantidades significativas de armamento, documentación y material subversivo.
El golpe a los narcoterroristas –es cierto– fue fuerte, pero lamentablemente el tono optimista del ministro resultó excesivo. Apenas medio año después, un feroz ataque terrorista cerca del centro poblado de Natividad, distrito de Pichari, en Cusco, acabó con las vidas de siete efectivos policiales. La emboscada del último sábado, en la que los criminales usaron armas de largo alcance, dejó tan solo un sobreviviente. Los atacantes se llevaron dos fusiles AKM y dos pistolas.
Este, claramente, no fue un ataque improvisado. Se presume que los narcoterroristas usaron explosivos y luego dispararon contra el conductor. Queda todavía por esclarecer el motivo por el que la camioneta de la PNP se desplazaba sola en un área de alto riesgo, donde lo usual es que los vehículos oficiales vayan en grupos de al menos dos unidades para fortalecer su posición ante situaciones como esta. De acuerdo con expertos consultados por este Diario, además de conseguir armas, el objetivo del ataque habría sido demostrar que las fuerzas subversivas tienen más poder y alcance del que se pensaba.
A pesar de estar inmerso en sus propios problemas políticos, el gobierno de la presidenta Dina Boluarte no puede sino tomar muy en serio la situación y aprovechar para corregir errores anteriores. La administración del presidente Pedro Castillo fue, en el mejor de los casos, negligente con la política de combate al narcotráfico. La virtual suspensión de la erradicación de la hoja de coca y el empoderamiento de los productores cocaleros –con aliados políticos como el congresista Guillermo Bermejo– a través de un “pacto ciudadano” inoperante, por ejemplo, fortalecieron indirectamente las posiciones de los remanentes senderistas, aliados con el narcotráfico.
Más allá de enmendar estos errores y las políticas que se implementaron desde la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida), el Ejecutivo tiene la obligación de sentar las bases para la pacificación del Vraem a través de una estrategia combinada. Esta incluye el fortalecimiento de los servicios de inteligencia, el control de insumos, desarrollo comunitario y combate a los narcoterroristas. Nada de esto se logrará en pocos meses, pero un cambio de estrategia –decidido, público y de largo plazo– es lo mínimo que corresponde.
Finalmente, vale notar que la fuerza de la costumbre juega un rol en esta situación. Ninguna democracia debe habituarse a convivir con atentados mortales cada cierto tiempo y espacios controlados por mafias y organizaciones criminales. Sin embargo, desde hace por lo menos una década y media el Vraem se mantiene como una zona de emergencia y violencia. Estas condiciones excepcionales no pueden ni deben mantenerse indefinidamente. La prioridad de cualquier gobierno, aun de aquellos débiles, debe ser la seguridad de sus ciudadanos.