Ricardo Uceda

La denuncia constitucional que el 27 de noviembre lanzó la suspendida fiscal de la Nación contra la presidenta Dina Boluarte, por las muertes durante las protestas, recibió críticas generalizadas. No solo fue percibida como una respuesta oportunista por parte de Patricia Benavides ante la crisis del Ministerio Público. También se la considera débil, incompleta, apresurada. El tema no es menor, porque si había algo que, al finalizar el 2023, podía afectar la estabilidad de la sucesora de Pedro Castillo, era una consistente investigación sobre una supuesta conducta criminal del Gobierno durante las manifestaciones. Tanto así que la razón principal por la que Daniel Soria fue suspendido en la Procuraduría General del Estado (PGE) es que estaba siendo demasiado independiente en el caso. Había ofrecido numerosos testigos a la fiscalía. En una diligencia, la PGE sostuvo una tensa contradicción con el abogado de Boluarte.

Según el documento, están comprendidos la presidenta, el primer ministro y tres exministros del Interior. No se los imputa por haber ordenado las muertes, como se decía en las calles a comienzos de año, sino por haberlas permitido. La figura penal, denominada “comisión por omisión”, es imputada al que, estando directamente a cargo de una vida, deja de hacer algo que le causa la muerte. A veces, por ejemplo, algún niño fallece porque alguno de sus padres no lo cuidó atentamente y se ahoga o se cae. Ocurre también con ancianos. Está claro que quien comete este tipo de homicidio es una persona de quien alguien depende. ¿Un mandatario o un ministro del Interior es garante de la vida de quien participa en una marcha? Quizá en situaciones especialísimas, pero así nomás no procede un cargo de asesinato bajo esta modalidad. Requeriría una fundamentación muy consistente.

Un antecedente comparable es la denuncia constitucional que en el 2021 hizo la exfiscal de la Nación Zoraida Ávalos contra el expresidente Manuel Merino, el ex primer ministro Ántero Flores-Aráoz y el extitular del Interior Gastón Rodríguez. Los culpó de haber asesinado por omisión a los manifestantes Inti Sotelo y Bryan Pintado. Pero la base para imputarlos fueron los cargos que detentaban y no una actuación acreditada por investigaciones. No se sabía quién había disparado ni se incautaron las armas que produjeron las muertes. No hubo diligencias tendientes a demostrar que la policía hubiera empleado armas prohibidas, uno de los principales señalamientos. La carpeta resultó una fabricación política de Ávalos. En el 2022 fue archivada por la Comisión Permanente del Congreso.

El documento del 27 de noviembre sorprende por su falta de asiento en las diligencias que tuvieron como declarantes a los miembros del Gobierno. Parte de la premisa generalista de que los presidentes y los ministros de Defensa y del Interior son garantes de la vida de los ciudadanos, debido a sus responsabilidades constitucionales. El concepto requiere un aterrizaje forzoso a la situación concreta. Desde el 11 de diciembre del 2022 hubo 49 muertes de manifestantes civiles. Los expedientes fueron acumulándose en uno que abarcaba a todos los decesos investigados, incluyendo una acusación por genocidio, evidentemente impropia, que aún no ha sido archivada. De este conjunto, el despacho de la fiscal de la Nación desacumuló seis casos y creó una nueva carpeta tres días antes de la denuncia constitucional. Uno es por lesiones graves. Los otros corresponden a cinco homicidios, en los que está identificado el presunto autor material.

Las primeras dos muertes de la nueva carpeta se produjeron el 15 de diciembre, en Ayacucho, cuando Christopher Ramos y José Luis Aguilar recibieron sendos balazos del teniente coronel del Ejército Jimmy Vengoa. La siguiente ocurrió el 11 de enero, en Cusco. El policía Joe Torres disparó una ráfaga de perdigones contra Rosalino Flores, quien falleció semanas después, de una infección causada por sus heridas. También está el caso de Sonia Aguilar, quien estuvo entre los manifestantes que apedreaban la comisaría de Macusani, en Puno, el 18 de enero, y recibió un balazo disparado por el teniente de la policía Luisin Roque. Por último, se consideró la muerte en Lima de Víctor Raúl Santisteban, el 28 de enero. Recibió en la cabeza la bomba lacrimógena disparada por el suboficial de la PNP Ignacio Talledo. En estas situaciones, ¿de qué manera los gobernantes podían haber impedido que ocurrieran los decesos? La denuncia no lo dice, y tampoco incluye testimonios demostrativos de que hubo negligencia.

Según la denuncia, el Gobierno sabía, desde el 11 de diciembre, cuando fallecieron los dos primeros manifestantes, que enfrentaría una situación potencialmente cruenta. El día anterior a cada deceso conocía lo que podía ocurrir. Cita para el efecto declaraciones del ex director nacional de Inteligencia Wilfredo Barrantes (“hacíamos llegar los reportes cada hora”), y del jefe del Comando Conjunto de las FF.AA., Manuel Gómez de la Torre, quien informaba del apoyo militar. Pese a este conocimiento –añade–, no se hizo nada para evitarlo. Al respecto, se remite a cada una de las actas de los 14 consejos de ministros que se celebraron hasta el 25 de enero del 2023. En ellas no aparece ninguna medida para proteger la vida de los manifestantes.

Y eso es todo. El documento no se apoya en más testimonios, no señala contradicciones, no describe hechos. La declaración más interesante es la del general de la policía Víctor Zanabria, exjefe de la Región Policial Lima, a quien le preguntaron si conocía disposiciones de la presidenta Dina Boluarte para el control de los conflictos sociales:

−No, no existe ninguna directiva de ese nivel.

Luego le preguntaron si conocía alguna disposición de ese tipo emitida por el entonces ministro de Defensa Alberto Otárola:

−No, tampoco.

Respondió lo mismo respecto de los exministros del Interior César Augusto Cervantes y Víctor Rojas. Y también negó cuando le preguntaron si alguno de ellos le había indicado cómo controlar los disturbios en Lima. Son respuestas interesantes porque parece ser cierto que los gobernantes le entregaron a la policía y a los militares el control de los disturbios, y se desentendieron de la supervisión.

Claro que una denuncia constitucional no es una pieza probatoria plena, sino un desarrollo de argumentos que permite justificar la decisión de quitarle la inmunidad a un aforado. Luego, el Ministerio Público continúa trabajando para formalizar su investigación ante el Poder Judicial. Pero el caso de Boluarte en relación con las muertes requería una fundamentación contundente, no solo por la importancia del tema, sino porque el proceso tiene un destino acotado en el Congreso. El artículo 117 de la Constitución impide acusar por homicidio a un presidente en ejercicio. Respecto de Pedro Castillo, se buscaba una excepción debido a que usaba esta protección para seguir delinquiendo y obstruyendo la justicia. Pero la situación es distinta con Boluarte. Así, el contenido de la denuncia no permite reabrir la discusión que se presentó con el expresidente ni forzar la figura de destitución por incapacidad permanente.

Boluarte se está desembarazando astutamente del procurador Soria, una piedra en su zapato durante la investigación. La PGE logró que declararan 40 testigos que tuvieron alguna relación –durante los sucesos– con las autoridades imputadas. Presentó más de 40 escritos de impulso procesal. Durante un interrogatorio planteó 47 preguntas que la presidenta no quiso responder, y que han quedado registradas en actas. Soria está en vías de despido porque carecería de requisitos para el cargo, una motivación que el Poder Judicial ya declaró ilegal. La comisión que lo procesa es encabezada por un allegado de los Boluarte. Un juez puede impedir el abuso, pero esa ya es otra historia.

Ricardo Uceda es periodista

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