Cientos de fanáticos del club Universitario de Deportes violaron el estado de emergencia y el Gobierno dispuso la suspensión de la reanudación de la Liga 1 de fútbol.
Desistí de escribir sobre el conflicto entre el derecho de reunión y el derecho a la salud durante una emergencia sanitaria. Era poner los reflectores sobre la excusa utilizada por las autoridades deportivas del país. Quedarnos nuevamente en el síntoma y no en la raíz de la enfermedad.
Esta no es una columna sobre el fútbol como deporte, sino sobre la institución del fútbol. O, mejor dicho, sobre la falta de institucionalidad.
Ya había varios indicios de que la pelota entraría en una nueva suspensión perfecta antes de los cohetones de la madrugada del 7 de agosto y la aglomeración que quizá puso en peligro la vida de cientos de personas, incluidos niños, transeúntes y policías. Y escribo ‘quizá’ no por tener dudas respecto al riesgo ocasionado, sino porque posiblemente alguna de esas personas efectivamente se haya contagiado, no consiga una cama UCI y fallezca en los próximos días, en el anonimato de las estadísticas que nos señalan como el segundo país en el mundo (de los 20 más afectados) con más muertos por cien mil habitantes (Johns Hopkins University).
Nueve casos positivos (siete en jugadores) de COVID-19 presentó en la semana de reestreno el club Binacional, actual campeón nacional, para añadir a la tragicomedia. Cuatro jugadores del Sport Boys también dieron positivo. Dos jugadores de Universitario de Deportes, y dos del Cantolao suman a la lista. Seguramente hay muchos más contagiados, pero ni la Federación Peruana de Fútbol ni la ADFP, que agrupa a los clubes “profesionales”, divulgan esta información. Si uno visita sus páginas web no encuentra nada de estas pruebas ni tampoco de la fiscalización del cumplimiento de los protocolos. Sí halla, en cambio, comunicados “lamentando” la suspensión del campeonato. Una lavada de manos con lágrimas propias.
A los que conocen la realidad del fútbol local no creo que les sorprenda que cuatro jugadores hayan incumplido el protocolo y comido un cebichito en un restaurante en la misma semana que volvía el torneo. Tampoco que las dirigencias de algunos clubes incumplieran los horarios de sus viajes a Lima, o no pagaran los hoteles para la concentración de sus jugadores y que ellos tuvieran que buscarse departamentos para alquilar por su cuenta.
Vamos. El ‘julgo’ peruano premia a peloteros que salen a libar de madrugada y violan la cuarentena, como Jean Deza y Ray Sandoval. Los botan de sus clubes y al día siguiente los contratan otros. Es indulgente con equipos como Universitario de Deportes que, cada año, anuncia jales importantes mientras debe más de S/500 millones (¡más de 17 millones a extrabajadores!), sin tener o cumplir un cronograma de pagos.
Esa es nuestra vieja normalidad futbolera que iba a volver a rodar el fin de semana pasado.
Quisiera que el periodismo deportivo se encargara de estos temas, tanto o más importantes para el fútbol peruano que chismear sobre lo que dijo Maradona sobre Christian Cueva o si Lapadula se nacionalizará peruano. Pero la verdad es que –salvo escasas excepciones– aquel muestra la misma falta de rigurosidad que nuestros clubes, dirigentes, deportistas y fanaticada.
Ni una pandemia nos aleja de nuestra enquistada informalidad. De nada sirve que un jugador se cuide si sus compañeros no lo hacen. Poco ayuda que un club cumpla un protocolo si su rival no lo imita. La Liga 1 de fútbol es un anecdótico, pero claro reflejo de nuestra sociedad, y de por qué estamos perdiendo por goleada el partido contra el coronavirus.