En momentos tan difíciles, es inevitable evocar un pasado mejor. Para los economistas, las comparaciones en PBI, empleo y otros indicadores clave las realizamos contra el 2019, punto de referencia precrisis. “¿Cuánto nos falta para llegar lo que teníamos antes del COVID-19?”, es la pregunta común.
Pero no nos engañemos. A pesar de la fortaleza macroeconómica, en el 2019 ya habíamos acumulado varios años consecutivos de crecimiento mediocre, poca generación de nuevo empleo formal, y reducciones de índices de pobreza cada vez menos importantes. Entre el 2014 y el 2019, el crecimiento promedio anual de la economía fue de apenas 3% por año. En comparación, en la década previa el crecimiento anual fue más del doble de rápido. Menor crecimiento significó mejoras cada vez más lentas en la calidad de vida de la población.
Y luego llegó el COVID-19. Si bien el proceso de recuperación desde el pozo de abril del año pasado va más rápido de lo anticipado, la crisis económica del 2020 y sus remanentes del 2021 van a dejar cicatrices: empresas cerradas, empleos desaparecidos, recaudación fiscal resentida, entre otros.
Estos estragos, no obstante, podrían también ser el punto final a casi una década de desempeño económico sin brillo. Poco a poco, nuevos emprendimientos y tecnologías –muchas de estas, paradójicamente, gatilladas por la propia crisis– deberían aumentar la productividad a niveles impresionantes en distintas áreas.
Un gran ejemplo es en el trabajo remoto. Hoy más o menos un cuarto de millón de peruanos se desempeña en esta modalidad, cifra que hubiera sido impensable con la tecnología de hace dos décadas. Las ganancias no solo están en el ahorro de varios costos, sino en la oportunidad de las empresas para contratar trabajadores que no pueden desplazarse, o no residen en la misma ciudad o país. Al romper la barrera de la asistencia a la oficina, las oportunidades de búsqueda de trabajo y de contratación crecen, permiten mejores emparejamientos trabajador-empresa, y mayor productividad.
Al mismo tiempo, la pandemia ha puesto una enorme presión para el desarrollo de soluciones financieras digitales, o Fintech, con el potencial de incluir a bajísimo costo a millones de peruanos en los mercados financieros y fomentar más competencia. En un espíritu similar, esta semana el IPE publicó un informe en este Diario que daba cuenta del gran crecimiento de los repartidores de servicio delivery durante la pandemia en Lima: se duplicó. Por supuesto que parte de la explicación es el golpe al mercado laboral regular, pero los trabajos de plataforma son una tendencia creciente en el mundo que no solo ofrecen mayor flexibilidad al trabajador, sino también grandes ganancias de tiempo y dinero a los usuarios. Eso redunda en mayor productividad.
Otros sectores, como minería, manufactura y agricultura, están buscando activamente automatizar procesos para ganar eficiencia. En cuatro de las minas de hierro australianas de Rio Tinto, la compañía usa 73 camiones de conducción remota –sin chofer– 24 horas al día. Los trabajadores supervisan los vehículos en una ciudad a 1.200 km de distancia. Y esa tecnología es de hace por los menos cinco años.
Sectores sociales como salud y educación también pueden cosechar revoluciones productivas en el mediano plazo. La telemedicina y la teleeducación, forzadas por el distanciamiento social, han demostrado, más rápido de lo anticipado, que funcionan en varios contextos. Ese será el camino del futuro.
Si dejamos nacer y florecer a estas nuevas industrias, nuevas ideas, nuevos competidores –muchos forjados en la dureza de la propia pandemia–, la década siguiente podría ser una marcada por la productividad y mejoras en las oportunidades para millones. Así, la comparación que vale no es con el 2019; es con el país que podemos ser en diez años si aprovechamos la tecnología y hacemos las cosas bien.
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