Es difícil escuchar una sesión del pleno del Congreso y no sentir una profunda desesperanza. A uno lo embarga la sensación de que el país no tiene futuro y que eso de que en qué momento se “jodió” el Perú debería ser más un gerundio que un verbo en pasado, porque nuestro país se anda jodiendo siempre.
Como si no fuese lo suficientemente difícil enfrentar una pandemia de la magnitud de la del nuevo coronavirus en situaciones normales, los peruanos tenemos que cargar con el peso de una clase política irresponsable y antitécnica, incapaz de pensar más allá del plazo inmediato, sin experiencia y sin vocación democrática. Una competencia injusta por donde se le mire.
Como hemos visto, el Congreso ha pasado de ser –supuestamente– un foro de deliberación a convertirse en un partidor de carreras populistas. Todos parecen estar a la expectativa de quién lanza la nueva fija de las encuestas para sumarse de inmediato al coro de defensores que proclaman que esta sí es una ley para el “pueblo”, que ellos son los verdaderos patriotas y que cualquiera que pretenda sacar la calculadora y señalar que las cifras no aguantan el escrutinio son unos insensibles-malditos-desgraciados que no quieren a su país.
En medio de este griterío de falacias, algunos técnicos del Estado miran anonadados, sin saber cómo detener la avalancha de insensateces que sale del frente de la plaza Bolívar. Por otro lado, académicos, analistas, empresarios y periodistas reniegan frente a las puertas del Parlamento tratando de impedir, sin éxito, que salgan los borbotones de contrasentidos que emanan implacables desde el lobby de los Pasos Perdidos.
¿Cómo llegó nuestra democracia a ser este festival de orates en el que estamos atrapados? Ha sido una caída en cámara lenta, casi deliberada, como cuando el Dr. Rock se desparramó en el suelo del Parlamento. Una debacle de dos décadas que, según las malas costumbres de nuestra historia política, debería estar por dar paso a un nuevo capítulo de la telenovela.
Lo que vivimos hoy, esta extraña conjunción de factores en la que nuestros representantes no representan, no hay ni amago de partidos políticos y no hay candidatos ni oficialismos, es en realidad el conchito de un proceso histórico que empezó hace veinte años, con la caída del régimen fujimorista.
Es importante no perder de vista que lo que se acumula en el país no son más que los escombros de una clase política destruida por el Caso Lava Jato. Después de Odebrecht no quedó nada, o casi nada, o más bien, quedó el zafarrancho que tenemos ahora. Un presidente sin partido ni bancada, un Congreso sin partidos, un país sin líderes y una herida de corrupción que no para de supurar.
Así, sería incorrecto pensar que lo que ocurre actualmente en la política nacional es el status quo. Diría que vivimos, por el contrario, en un periodo de transición. Como tal, es caótico e impredecible, porque es un síntoma de que un cambio se avecina. Las reglas de juego implícitas a las que estábamos acostumbrados ya no parecen surtir efecto en nuestra nueva realidad distópica.
Los miembros del actual Congreso –parte de ese sedimento al fondo de la taza– serán intrascendentes en el devenir de nuestra historia política. Sin embargo, los desastres legislativos que produzcan abonarán la tierra donde empezará a brotar la nueva normalidad que tan ansiosamente esperamos.