Mientras en núcleos urbanos, y sobre todo en la capital, el debate sigue centrado en las mismas preguntas –que, por lo general, tienen como eje la permanencia del jefe del Estado, Pedro Castillo, en el cargo–, en otros espacios geográficos estas preocupaciones parecen más bien ajenas.
Se suele partir el análisis entre Lima y las regiones, pero vale la pena adentrarse en aquel quinto del país, cuya expresión electoral se suele esperar en situaciones ajustadas: el Perú rural. En dicho sector, que aglomera a centros poblados de todo el país, se puede notar una percepción muy particular de la realidad política actual, si se siguen los resultados de la más reciente encuesta del IEP (“La República”, 30/10/2022).
Un primer dato que salta a la vista es el referido a la aprobación presidencial. El presidente Castillo recibe en el Perú rural la aprobación del 42% de los encuestados, un tercio más que el promedio nacional (28%), más que duplicando a Lima (18%) y superando aún a los bloques regionales (el sólido sur y el cambiante oriente, ambos con 39%).
Cuando se pregunta sobre la percepción del involucramiento de Castillo en actos de corrupción, también se presentan marcadas diferencias. Mientras el promedio nacional de aquellos que creen que sí lo está llega a seis de cada 10 encuestados (59%), y en Lima a tres de cada cuatro (74%), en el Perú rural solo el 40% coincide con esta percepción. La cifra es solo ligeramente mayor que aquella que cree que no está involucrado (37%).
La solución a la crisis política tiene también una mirada distinta. En el ámbito nacional, sorprende la solidez de aquellos que creen que Castillo debe durar en el cargo hasta el 2026 (33% frente al 31% de setiembre), que incluso crece claramente respecto a agosto (25%). La opción mayoritaria sigue siendo la elección anticipada (56%), aunque menor que el mes pasado (60%).
La situación en el Perú rural, en cambio, es marcadamente distinta. La mayoría (47%) considera que la salida es que Castillo permanezca en el cargo durante todo su período, frente a un 42% que cree que debe haber elecciones anticipadas.
Hasta el Congreso parece beneficiarse de este ánimo indulgente del Perú rural, aunque en los márgenes que su magra aprobación lo permite. El promedio nacional se ubica en 13%, mientras que en el Perú rural se halla en 16%. La desaprobación es, consecuentemente, menor en el Perú rural (75%) que en el promedio nacional (81%).
Si se revisan las evoluciones de estas cifras quizás se confirme la persistencia de percepciones distantes, en distintos momentos y coyunturas. Quizás no resulte novedoso, pero vale la pena ensayar algunas interrogantes. ¿Qué factores explican estas diferencias, más allá de las razones identitarias que suelen esgrimirse? ¿Hay una aversión al riesgo o algún conformismo mayor en el mundo rural que en el urbano? ¿Tienen que ver acaso el consumo de medios o el activismo de operadores gubernamentales o no estatales? ¿Hay algún grado mayor de tolerancia o resignación a los malos manejos o deficiente gestión? ¿Tiene alguna influencia la presencia o ausencia de entidades estatales o privadas en las zonas?
La revisión es importante porque una considerable proporción de la economía (según el BCR, la minería y los hidrocarburos representan cerca del 60% del PBI, y el sector agropecuario casi el 24%) se desarrolla en el ámbito rural, donde difícilmente permean las preocupaciones que suelen mover el debate nacional. Además, hacen más difícil traducir las razones que explican por qué muchas de sus expectativas están siendo reiteradamente postergadas: ineficiencia, patrimonialismo, corrupción. Hace falta un esfuerzo especial para este quinto ignorado.