Gonzalo Ramírez de la Torre

Más que la ‘per se’, es la simpatía por la violencia la que se ha hecho común en los últimos meses y en casi todas las tiendas políticas.

La y la violencia: Aquí empezó lo que estamos viviendo. Una revisión del libro “Reflexiones sobre la violencia” del sindicalista francés George Sorel podría resultarle familiar a cualquier peruano que siga lo que ocurre en el país. Las coincidencias entre lo que el autor describe cuando se refiere al empleo de la violencia como herramienta política y el discurso y comportamiento de la izquierda nacional en las últimas semanas son evidentes.

Para Sorel –como para Marx y sus semejantes– la fuerza es clave para la generación de cambios sociales estructurales. Asimismo, le da mucha importancia a la construcción de mitos y símbolos para cambiar la realidad y motivar y justificar la violencia. Es a través de estos que se inspira a las masas a tomar el poder, otorgándole ribetes de heroísmo al acto de rebelarse contra el orden establecido.

La izquierda peruana se ha preocupado bastante por decorar con proclamas épicas mucho de lo que ha pasado en las últimas semanas. En gran medida, las protestas se han descrito como el despertar de los oprimidos, como la gran marcha de los olvidados hacia Lima. La realidad, sin embargo, le ha hecho un flaco favor a la narrativa que han querido promover, con la mentada ‘Toma de Lima’, por ejemplo, no pasando de ser un concierto de vandalismo y pedradas. Pero la intención es clara. Y este discurso empezó con el gobierno de Pedro Castillo, con el cuento del inmaculado y humilde profesor chotano que llegó al poder para ser resistido por las “élites”.

Que un policía haya sido carbonizado, que múltiples comisarías hayan sido quemadas, que aeropuertos hayan sido vandalizados y que las movilizaciones cuenten con comprobada participación de grupos delincuenciales, nunca ha supuesto un rechazo enérgico de mucha de la izquierda peruana. Tampoco le han dado espacio a indignarse por los que murieron en ambulancias por no poder evitar los bloqueos. Por el momento, pues, todo calza a la perfección con lo que consideran razonable en el derrotero del “cambio social” que quieren imponer. En este caso, este está encarnado por la condenada asamblea constituyente y lo confirma la actitud de los parlamentarios zurdos.

La y la violencia: La vesania de las protestas, y la clara intención que tienen de reventar las reglas de juego a favor del radicalismo más rancio, ha hecho que desde algunos rincones de la derecha se pierda la sensibilidad frente a la violencia de las fuerzas del orden.

Desde esta columna creemos que hay situaciones en las que es inevitable el empleo de la fuerza, incluso la letal. Si el suboficial José Luis Soncco, por ejemplo, hubiese podido usar su arma de reglamento contra sus verdugos, la muerte de estos estaría ética y legalmente justificada. Y quizá en las investigaciones se determine que algunos de los más de 60 fallecidos –muchos de los cuales se dieron en medio de ataques a aeropuertos– cayeron en estas condiciones y como corolario de la legítima defensa de la policía. Pero aquí no es donde florece la insensibilidad.

Casos como el de Víctor Santisteban, a quien –todo parece indicar– lo mató una lacrimógena que le golpeó en la cabeza, y el de múltiples transeúntes abatidos en las regiones en medio de la represión deberían generar indignación y preocupación unánime. Al fin y al cabo, no hay nada más iliberal que consentir que el Estado delibere sobre la muerte o supervivencia de las personas. Y, sin embargo, están los que fácilmente pueden decir “métanle bala”.

Las reacciones a la muerte de Santiesteban –con los esmerados intentos de ambas partes por asegurarse un mártir– resumen la tragedia que vivimos. La violencia se está enquistando como un camino potable para lograr objetivos específicos y hay que salir de esta situación.