Entre los actores que han sido llamados a jugar un rol más activo en el contexto de crisis política que vivimos últimamente está la clase empresarial. En los últimos días, varias columnas la han invocado, en distintos roles, y la realidad nacional e internacional nos ha mostrado el complicado papel que juegan en medio de una institucionalidad precaria y vientos cambiantes.
En una provocadora columna publicada en Medium, Carlos Ganoza Durant exhorta a la élite empresarial a liderar una coalición cívica que promueva un ‘shock’ institucional, que “mejore la calidad de nuestra representación política y genere incentivos para el buen gobierno”, anticipando también un adelanto de elecciones generales.
Ganoza reconoce que su demanda puede ser una quimera, por la escasa preocupación y compromiso que la élite económica peruana ha mostrado hasta ahora con la institucionalidad política. Ciertamente, la respuesta pública de la élite colombiana, sin ir tan lejos, al triunfo de Gustavo Petro ha sido un contraste duro con nuestra propia experiencia. Pero además, añado, porque en nuestro caso se trata de un grupo de actores que carece hoy de la legitimidad para liderar un proceso así. La reciente encuesta del IEP es, en ese sentido, muy alarmante. De acuerdo con los entrevistados, la percepción de corrupción es mayor en las empresas privadas (81%) que en el entorno del presidente Pedro Castillo (76%). Mal harían en pensar que eso se trata de un simple problema de imagen o de comunicación, y no reconocer que en los últimos años parte de la misma clase empresarial ha contribuido a labrar esa reputación.
Mucha agua ha pasado debajo del puente desde que Milton Friedman publicara, en 1970, una famosa columna en “The New York Times”, sentenciando que la responsabilidad de los ejecutivos frente a sus accionistas “generalmente será ganar tanta plata como sea posible, sin apartarse de las reglas básicas de la sociedad, tanto de aquellas incorporadas en la ley como de aquellas incorporadas en normas éticas”. Aunque es correcto señalar, como lo hizo Iván Alonso hace un par de años desde estas páginas (“Responsabilidad social empresarial”, 25/9/2020), que la frase no se limita a decir que la responsabilidad social de una empresa es maximizar sus utilidades, es innegable que sirvió como justificación para poner, por varias décadas, la creación de valor para los accionistas por encima de todo.
Y, por otro lado, no es tan sencillo identificar las “reglas básicas de la sociedad”, formales o informales. Aunque la adopción de criterios ASG (Ambientales, Sociales y de Gobernanza) parecía ganar tracción, ya hay una reacción en contra de esa corriente en Estados Unidos que revela bien las dificultades que enfrentan las empresas a la hora de lidiar con el entorno en el que operan.
Parte del problema es, sin duda, definir lo que viene; por ejemplo, en la ‘S’ de ‘Social’, y el reto, en nuestro país, es llenarla de contenido. La interacción con el sistema político y la sociedad en general muestra una relación incómoda y de sospecha, ciertamente agravada por el sesgo antiempresarial de este Gobierno. O, como el fiasco reciente de Cineplanet revela, es muy fácil dañar un mensaje institucional de diversidad con un comentario ignorante en una sinopsis.
En todo caso, la clase empresarial tendría que preguntarse seriamente qué ha llevado a que más gente piense que las empresas privadas son más corruptas que el entorno de Pedro Castillo. Es perezoso echarle la culpa al poder blando o al sesgo ideológico de los medios de comunicación, que hasta donde entiendo son principalmente empresas también. Corresponde hacer un profundo ejercicio de autocrítica y ver de qué manera asumen la responsabilidad que tienen con la sociedad.