El maniqueísmo de “La revolución y la tierra”, un documental sobre la reforma agraria que se ha estado exhibiendo en los cines de Lima, era previsible: los buenos contra los malos; los campesinos explotados y los patrones abusivos, que, a cambio de una parcela dentro de la hacienda, los hacían trabajar gratuitamente sus tierras 30 horas a la semana. Nadie se hace una pregunta fundamental: ¿cómo podría una situación así haber llegado a existir? En otras palabras, ¿cómo podrían los campesinos haber aceptado, en un principio, un acuerdo semejante?
El documental da por sentado que nunca lo aceptaron, sino que fue impuesto a la fuerza. Pero cabe, al menos, dudar de que unos cuantos cientos de conquistadores hayan podido imponerse sobre millones de campesinos y apoderarse de cientos de miles de hectáreas. Si hubieran sido capaces de imponerse de esa manera, ¿por qué les darían esas parcelas en sus haciendas? Algo necesitaban de ellos, y algo tenían que ofrecerles a cambio; algo suficientemente atractivo como para persuadirlos a trabajar gratis (supuestamente gratis).
Nuestro amigo Carlos Anderson, entrevistado para el documental, nos da una pista al respecto cuando dice que las cooperativas que se formaron tras la reforma agraria no fracasaron; solo que no recibieron asistencia técnica ni capital de trabajo. Uno pensaría que la asistencia técnica y el capital de trabajo eran también necesarios antes de la reforma. Quizás fuera eso precisamente lo que los dueños de las haciendas aportaban. Podría ser que los campesinos, actuando racionalmente, calcularan que serían más productivos dividiendo su tiempo entre sus parcelas y las tierras de los hacendados que manteniéndose fuera de las haciendas como agricultores independientes. No es más que una conjetura nuestra, pero valdría la pena someterla a un examen cuantitativo.
Por supuesto que un acuerdo mutuamente beneficioso al principio podría haber degenerado en una situación conflictiva. En algún lugar de la sierra, cuenta otro de los entrevistados –Héctor Béjar, refiriéndose al valle de La Convención, si mal no recordamos–, los aparceros habían recibido tierras en las laderas de los cerros, que resultaron particularmente buenas para el cultivo del café. Los hacendados quisieron tomar control de la comercialización, a pesar de que el producto de las parcelas les pertenecía a los campesinos. No sería extraño que un cambio repentino en el precio internacional del café haya desatado una disputa por rentas, desestabilizando lo que hasta entonces había sido una distribución de los derechos de usufructo de la tierra satisfactoria para ambas partes. Otra conjetura, obviamente.
Las estadísticas que hemos podido encontrar muestran que, a partir de 1950, los precios y los volúmenes de exportación de café comienzan a subir. En 18 años las exportaciones saltan de 1.000 a 50.000 toneladas anuales. El precio pasa de 10 a 15 soles por kilo, primero, para luego estabilizarse en un rango de 20 a 25 soles. Con reforma agraria o sin ella, de manera violenta o pacífica, da la impresión de que la propiedad de las tierras cafetaleras tenía que cambiar. Las presiones económicas eran demasiado grandes. No se puede generalizar, sin embargo, porque los casos del algodón y el azúcar son diferentes.
Algún día alguien debería escribir una historia económica del agro.