Llega a su fin el primer año del gobierno de Pedro Castillo y, con este aniversario, el recambio en la Mesa Directiva del Congreso. El nuevo liderazgo del Parlamento asume con la necesidad de mejorar la imagen que tiene ante la opinión pública y de resolver la tensión que marca su tirante relación con el Ejecutivo.
Es cierto que una nueva Mesa Directiva no va a cambiar de forma dramática lo que realmente está presente en el Congreso, con políticos novatos y bancadas indisciplinadas, resultado de problemas estructurales que arrastramos hace mucho, pero que se pronuncian con cambios recientes como la no reelección. Tampoco significará el relevo de legisladores conservadores (que casi le cuestan a Lima ser sede de la 52 Asamblea General de la OEA por una ridícula e ignorante posición en torno del uso de baños neutros), populistas (que aprueban bajar el IGV a restaurantes y hoteles hasta el 2024, una medida “temporal” que será difícil de revertir) y desleales con la democracia (al homenajear como demócrata a un dictador militar como Morales Bermúdez que retuvo el poder por cinco años).
Triste consuelo es refugiarse en la impopularidad universal de los parlamentos para explicar el 79% de desaprobación (según El Comercio-Ipsos) con el que cierra este primer año, labrado a punta de esfuerzo tras comenzar con un más auspicioso 44%. Sobre todo, cuando la gran mayoría de encuestados (61%) explica su insatisfacción porque interpreta que a los parlamentarios “solo les importan sus intereses/hay corruptos”.
¿Por qué es importante que se revierta esta caída libre en la aprobación del Congreso?
A estas alturas, ya no solo hay indicios de corrupción, sino también preocupantes muestras de obstrucción a la justicia que impiden avances en las investigaciones que rodean al presidente. Una de las primeras manifestaciones de ello fue la salida irregular del procurador, y ha continuado con la desidia (¿o complicidad?) para dejar pasar a la clandestinidad y luego no ubicar a personajes clave como Silva, Bruno Pacheco o Fray Vásquez Castillo.
El riesgo de que la degradación continúe es que termine por detonar una salida por fuera de canales institucionales, que nadie logre realmente controlar, o que, finalmente y con menos probabilidades, termine de envalentonar a un Ejecutivo que ya viene jugando con la posibilidad de cerrar el Congreso (véase al respecto el nefasto comunicado del Nuevo Perú), lo que representaría un quiebre inaceptable del orden democrático, pero que quizás lograría sacar adelante ante la indolencia de una ciudadanía asediada por otros problemas.
Pero es en realidad el que “se vayan todos” el que gana en popularidad y se incrementa la posibilidad de un desenlace con final incierto, que puede resultar, ahora sí, en una crisis de régimen, con caída de la democracia y no simplemente en una crisis de gobierno más, como las muchas que hemos vivido en los últimos seis años.
Este Congreso llega así a la segunda del noveno, lo que significa en términos peloteros que está abajo en el marcador en la última entrada del partido y que, para darle vuelta, necesita conectar unos cuántos imparables, sino un jonrón. (Con un bate de béisbol del extranjero. De esos que dicen, Patricia Benavides, fiscal de la Nación).
Pero, para eso, el Congreso debe recuperar algo de la legitimidad (es difícil, lo sé) que alguna vez tuvo, porque, como bien recordó José Carlos Requena la semana pasada (en su columna “Cambio de guardia”), en las dos últimas transiciones solo se logró encontrar una salida que fue políticamente sostenible desde dentro del hemiciclo, aunque haya significado horas de incertidumbre y negociación, gracias a actores que mantenían un mínimo de legitimidad.