La reducción de la pobreza y el crecimiento económico de los últimos 25 años han sido posibles gracias a la economía de mercado. O, mejor dicho, a la economía de libre mercado. La precisión es importante. El mercado no es más que una metáfora para hablar de las decisiones de millones de personas, que siempre, de alguna manera, son los determinantes de la actividad económica. Mientras más libremente puedan formularse esas decisiones, más cerca estará el resultado de expresar las preferencias y los deseos de superación de la gente. Cuando el mercado no es libre, la gente busca sortear como puede los obstáculos que el gobierno le pone delante. Alcanza para sobrevivir, pero no para prosperar.
El modelo económico que hemos seguido no consiste solamente en la disciplina fiscal y monetaria. Tan o más importantes han sido la eliminación de los controles de precios, la reducción de aranceles, la privatización y la apertura de la economía. No hemos llegado a tener mercados completamente libres de intervención estatal –subsisten, por ejemplo, Petro-Perú y decenas de otras empresas públicas–, pero para la gran mayoría de bienes y servicios son suficientemente libres como para que la iniciativa privada responda rápida y eficazmente a las necesidades del público.
Últimamente, sin embargo, se han estado erigiendo más y más obstáculos a la inversión, que limitan esa capacidad de respuesta. El caso de la minería es el más clamoroso. Después de lidiar con múltiples autoridades y obtener literalmente cientos de aprobaciones, se les exige ahora una “licencia social” que no se sabe exactamente qué es ni cómo se consigue y que, por lo demás, nadie se la ha dado nunca a aquellos que la reclaman. Esta es hoy la principal amenaza para la economía de mercado en nuestro país. La libertad de empresa consiste precisamente en que uno no tiene que pedirle permiso a todo el mundo.
No estamos diciendo que un nuevo proyecto o negocio no pueda eventualmente causar daños a sus vecinos. No estamos diciendo tampoco que no deba compensar esos daños, aun cuando tenga un estudio de impacto ambiental oleado y sacramentado. Eso tendría que decidirlo un juez.
Otra amenaza para la economía de mercado sobre la que deberíamos estar discutiendo es la creciente regulación a la que estamos sometiendo a las empresas. En el campo laboral, las obligamos a justificar, a satisfacción de algún funcionario público, las diferencias salariales o las razones por las que un empleado no va a ser contratado al final del período de prueba. En nombre de la protección al consumidor, las obligamos prácticamente a hacer propaganda en contra de sus propios productos. Todo esto eleva los costos de operación y puede hacer inviable ofrecer un producto que el consumidor encontraría atractivo (como un pasaje de avión no endosable a un precio más bajo).
Hemos dejado de avanzar y hasta estamos retrocediendo en otros frentes. Hace cinco años el gobierno quiso quitarles los aranceles a algunos insumos industriales, pero los importadores se opusieron porque habrían perdido el ‘drawback’, que se los devolvía en exceso. Y seguimos creando o manteniendo exoneraciones y beneficios tributarios que solo benefician a inversionistas que deberían correr con sus propios riesgos. La economía de libre mercado siempre es para todos; los privilegios nunca lo son.