Confieso que al momento de escribir estas líneas no tengo la menor idea del contenido del discurso presidencial de hoy. Y esto no es algo bueno, pues la esencia de un buen administrador estatal debería ser su predictibilidad (sobre la cual se sostiene su reputación).
Desdichadamente para todos, la predictibilidad del señor Humala deja mucho que desear. No obstante, considerando que estamos por iniciar su último año de gobierno, esta podría ser incluso más oscura y cualquier error será fácilmente atribuido a la coyuntura internacional o al fenómeno de El Niño.
Si usted leyese estas líneas antes de pronunciado el discurso, entienda que casi todo es posible: desde un quiebre hacia la ortodoxia australiana hasta uno hacia la Venezuela chavista. Claro que, por lo visto en estos últimos años y –particularmente– por lo registrado en estos últimos días (con acusaciones de corrupción incluidas), las probabilidades son ya marcadas.
Sin embargo, si Humala hiciera gala de responsabilidad y buen juicio, y en su discurso priorizara la defensa de la estabilidad económica y el crecimiento a largo plazo, nos sorprendería a casi todos. Y habría que aplaudir este inverosímil evento.
Y digo que sería inverosímil no solo por la reputación ya adquirida por el gobernante (antes y después de ser elegido), sino porque un último año de gobierno –y Dios quiera que este lo sea– está lleno de tentaciones en un país de instituciones débiles y con abundancia de letrados de temple acomodadizo.
En los últimos días de gestiones anteriores han abundado las borracheras demagógicas, los regalitos mercantilistas y las obras faraónicas de último minuto. Estas iniciativas las pagamos siempre en uno o dos años de ajuste con intereses inflados, pero no configuran lo peor.
En el ámbito económico-político no han sido raros los exabruptos. El impacto económico de ellos, sin embargo, sí es enorme y puede despertar vorágines de retroceso de las cuales toma décadas escapar. Enfoquémonos en los casos de Venezuela, Ecuador o Bolivia. Estos países siempre contarán con el militante apoyo cubano y de más de un compatriota de izquierda entusiasmado por todo salto al vacío o abierto quiebre constitucional (envuelto en el ropaje de una asamblea constitucional o como una empática interpretación progresista).
Pero si usted está leyendo estas líneas después de presentado el discurso (y este no trató de más de lo mismo o trajo la sorpresa de ser bueno), entienda esta vieja lección: las justificaciones no sirven para nada.
Nuestros peores gobiernos fueron tolerados o elegidos por nosotros. Como en el caso de Uruguay en los días del viejito Mujica, siempre es posible que la defensa de la institucionalidad atraiga al personaje de marras que cree que la pobreza y la frugalidad involuntaria configuran virtudes. Sea este alguien romántico y supuestamente honrado (como el aludido abuelito) o un socarrón con poder, dependerá de nosotros y de nuestro compromiso si los toleramos o restringimos.
Después de todo, los discursos presidenciales nunca deben ser tan importantes.
¡Feliz 28!