Quienes me conocen saben que soy casi patológicamente optimista. Sin embargo, no consigo entusiasmarme por el nuevo hito que ha alcanzado el Perú en su camino para adherirse a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la meta que se ha fijado el gobierno de Dina Boluarte de completar este proceso en el 2026.
Tal vez sea que ya ha pasado más de una década desde que el Perú le comunicó a la OCDE su interés de convertirse en un país miembro. Posiblemente se deba a que he visto cómo todos los gobiernos desde entonces, incluyendo al de Pedro Castillo, han utilizado el posible ingreso del Perú a la OCDE para hacernos sentir que tienen una visión de largo plazo. Quizás sea el haber sido testigo de cómo, una y otra vez, esa prioridad quedó postergada debido a las urgencias propias de nuestro día a día.
No me tomen a mal. Cualquier esfuerzo que se ha hecho y se haga en el futuro para acercarse a los estándares de los miembros de la OCDE coloca al país en la dirección correcta y permite la mejora de nuestras políticas, de la efectividad del sector público y de la calidad de la cancha sobre la que debe jugar sus partidos el sector privado.
En ese sentido, es destacable que el premier Alberto Otárola haya entregado esta semana el memorando inicial al secretario general de la OCDE, Mathias Cormann. Tras este hito, se iniciará el proceso de evaluación por parte de 24 comités técnicos que pondrán bajo la lupa al Perú para verificar el estado de las reformas estructurales que se necesitan para un crecimiento robusto, sostenible e inclusivo, la eliminación de barreras al comercio exterior y la inversión, así como la integración de las micro y pequeñas empresas a cadenas globales de valor.
También se evaluará la existencia de políticas que impulsen la igualdad de oportunidades, la gobernanza, los esfuerzos contra la corrupción, la protección al ambiente y la biodiversidad, el avance hacia una economía digital y la mejora de la infraestructura.
El reto no es menor y requiere de un intenso trabajo no solo del Ejecutivo, sino de la colaboración de los gobiernos regionales y locales. Pero, más importante aún, demandará que el Congreso muestre su disposición a aprobar reformas que nos acerquen a los estándares de la OCDE, cuando más bien parece estar abocado a desmantelar las pocas que hemos concretado en los últimos tiempos.
Y no solo eso, sino que, para lograrlo en el 2026, tendrán que hacerlo a un ritmo vertiginoso y en un escenario en el que, valgan verdades, es poco creíble que el país se comprometa a realizar reformas estructurales en el corto y el mediano plazo cuando ni siquiera podemos estar completamente seguros de quién será presidente cuando comience el 2026.