"Esta crisis desnuda nuestras carencias, entre ellas el respeto por el Perú". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Esta crisis desnuda nuestras carencias, entre ellas el respeto por el Perú". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

En estos días tan aciagos para la república me acordé de algunos de los personajes sobre los que he escrito a lo largo de mi carrera profesional. De José Faustino Sánchez Carrión cruzando los Andes para acopiar hombres y recursos para las grandes batallas peleadas en Junín y Ayacucho. Del gran mariscal Domingo Nieto camino a Portada de Guía, donde sus tropas fueron derrotadas por el ejército de Agustín Gamarra en alianza con Chile. De Ricardo Dávalos y Lisson retornando a su hogar luego de la Batalla de Miraflores, donde compartió una amarga cena con su familia, horas antes de la ocupación de Lima. De Manuel Pardo saliendo raudo a la imprenta de El Comercio a corregir las pruebas de su discurso senatorial en los minutos previos a su asesinato por un miembro de la guardia congresal. La escena de su agonía en la puerta del Congreso con la madre, la esposa y los hijos rodeándolo es una de las más poderosas del siglo XIX, como lo es también aquella de los hermanos Gutiérrez colgados del campanario de la Catedral de Lima luego del golpe que dieran contra el presidente José Balta.

Cuando uno trabaja con fuentes primarias, como es el caso de la correspondencia personal –alguna de la cual he publicado–, es posible tomarle el pulso e incluso revivir la historia del Perú. Y esta no ha sido fácil. Pareciera ser que la diosa Shiva nos visita cada cierto tiempo para regalarnos con esa danza de creación y destrucción que nunca deja de conmoverme.

Siempre recuerdo las cartas de Nieto narrando su peregrinaje por los arenales de la costa para llegar a un enfrentamiento en el que incluso su propio batallón lo abandonó. Impactan las misivas a su esposa en las que le cuenta que anda buscando hombres y armas para dar nuevamente batalla. Porque el coraje destaca en nuestra historia pero también la deslealtad y la ambición que muchas veces raya en la locura. La escena final de la vida del Mariscal Castilla, quien muere ya anciano en Tiliviche cuando iniciaba una revolución contra Mariano Ignacio Prado, habla de ese delirio por el poder pero también de la desunión que, en palabras del tarapaqueño, caracterizaba a los peruanos.

Hace algunos días participé en un conversatorio organizado por la Biblioteca Nacional. El tema giraba en torno a la pregunta: ¿qué conmemoramos en nuestro bicentenario? Confieso que fue muy emotivo analizar, con un auditorio repleto, nuestro complejo y difícil camino hacia la libertad en medio de una de las crisis políticas más graves de nuestra historia, como es la presente.

Porque esta crisis desnuda nuestras carencias, entre ellas el respeto por el Perú, y además muestra que la corrupción ha tomado por asalto las instituciones y los partidos políticos. Un corruptor profesional como Marcelo Odebrecht ha hecho tambalear nuestra presidencia mostrando la irresponsabilidad de todos los que asociaron al Perú a una horda de delincuentes. Y eso duele como duele el exilio y muerte de José de la Mar en Costa Rica, la ocupación del Perú, los fusilamientos en Chan Chan o el ataque vesánico de Sendero Luminoso contra nuestra república.

Cuando discutíamos con un grupo de colegas historiadores en torno a la conmemoración bicentenaria pensaba en los millones de peruanos que a lo largo de 200 años construyeron está república incompleta que, sin embargo, nació con alegría e ilusión. Recordé a todos los que dieron la vida por el Perú y probablemente sintieron, en su hora final, la inmensa pena e impotencia que ahora nos embarga. Pero también vinieron a mi memoria nuestros pintores, poetas, científicos, cocineros y escritores que en medio de la incertidumbre –que aún nos define– apostaron por la creatividad y la vida, que en el Perú siempre termina por imponerse.

Porque si uno compara los dos himnos que se escriben con motivo de la independencia, existe el “Somos libres” todavía pendiente si se toma en consideración la penetración brasileña en nuestra economía e instituciones y el papel de Marcelo Odebrecht en la presente crisis. Las estrofas llenas de vitalidad del himno olvidado “La chicha”, en cambio, hablan de esa imbatible alegría de vivir que nos ha permitido sobrellevar tragedias indescriptibles. “Cubran nuestras mesas el chupe y el quesillo y el ají amarillo” alude al deleite por lo cotidiano que ayuda a mitigar el dolor inscrito en la condición humana.

En este momento tan transcendental pienso en nuestros primeros republicanos y su universo conceptual que debe servirnos de guía. Pero también recuerdo esta estrofa notable del himno olvidado: “Al cáliz amargo de tantos disgustos sucedan los gustos, suceda el placer. De nuestro letargo a una despertemos y también logremos libres por fin ser”. Que nuestra natural apuesta por la vida nos mantenga fuertes para seguir luchando por la promesa republicana que todos merecemos.