La canción del verano y el español apremiado de Nicki Minaj podrían contribuir con el epílogo de un convulsionado periodo electoral y el título de esta columna. Y es que nunca unas elecciones fueron tan largas. Ayer fuimos a las urnas a votar por un Congreso que durará solo un año y medio, pero más asemejaba la tercera vuelta de los comicios del 2016, cuya campaña parecía no tener fin. Con suerte, las elecciones del 2016 culminaron ayer.
Los poderes Legislativo y Ejecutivo se enfrascaron durante casi cuatro años en una conflagración nociva, tanto para los peruanos como para sus propios intereses políticos. Muestra de ello son los resultados de ayer: Fuerza Popular dilapidó su 36% de votos válidos y 73 curules, y se quedó con apenas 7% y aproximadamente 12 escaños. Peruanos por el Kambio dejó de existir, y el partido que llevó al poder a Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra se convirtió en una cuchufleta digna de los decimales electorales recibidos.
Uno de los aspectos más agotadores del ciclo vivido tiene que ver con esa sensación de estar en una pugna constante. Una lucha inacabable entre facciones políticas en las que siempre debía haber un ganador y un perdedor. Vivimos el juego político de suma cero, en el que uno no es realmente victorioso si el contrincante no termina en la lona.
Lo más paradójico es que los contendientes se acostumbraron tanto a luchar que olvidaron por qué peleaban. ¿Qué significaba el triunfo más allá de ver su mano alzada? ¿Cuál era el trofeo? Incluso las ideologías pasaron a un segundo plano. Salvo honrosas excepciones, hemos visto desfilar a una retahíla de políticos patéticos, sin ideas, sin planes, cuya identidad era definida apenas por oposición a alguien más. No importa quién soy, sino quién no.
La construcción de consensos se hacía entonces utópica. Conciliar era renunciar a la victoria, era conformarse a un empate con sabor a derrota. Entonces, convenía seguir dinamitando al otro.
Gracias a mi antiguo trabajo periodístico, y luego a esta columna, he tenido oportunidad de platicar con exparlamentarios de casi todas las bancadas. Aunque no muchos, sí había algunos con propuestas concretas, con agendas en las que creían. Causas atendibles como la igualdad de género, la unión civil homosexual o matrimonio igualitario, la modernidad en la educación, el destrabe burocrático, la simplificación administrativa, la reforma laboral. Las coincidencias entre grupos parlamentarios estaban ahí y eran identificables, pero terminaban escondidas bajo el rubor de la rivalidad politiquera. Los dialogantes terminaron ahogados por los termocéfalos.
Por eso Fuerza Popular no colaboró con el Gobierno. Por eso la izquierda siempre se colocó en las antípodas del fujimorismo y buscó, casi desde el inicio, el adelanto de elecciones. Sacrificaron los intereses de los ciudadanos a los que supuestamente representaban y prefirieron la cachondez partidaria.
En el absurdo de la puerilidad, hasta se cuestionaba que los parlamentarios formaran alianzas, tuvieran conversaciones con el Gobierno, y que negociaran votos (distinto a comercializarlos, ojo), cuando ¡eso es lo que debe buscar una representación nacional! Si 130 no pueden lograr acuerdos, ¿qué esperanza tenemos 30 millones?
Quizá las sesiones parlamentarias deberían empezar con un reconocimiento de las virtudes ajenas, como ocurrió en un reciente debate entre Alberto de Belaunde y Mauricio Mulder, a raíz de un pedido del entrevistador Joaquín Rey. Tal vez así nos alejemos de los polos. Y de repente la nueva camada parlamentaria cae en la cuenta de que los eligieron para representar a los ciudadanos y no para jugar a la guerrita todo el tiempo. De lo contrario, estas y las elecciones del 2016 habrán sido por nada.