A pesar de la oposición de quienes fueron hallados en la vivienda de Garrido Lecca, no hubo un solo disparo. (Foto: Archivo histórico de El Comercio)
A pesar de la oposición de quienes fueron hallados en la vivienda de Garrido Lecca, no hubo un solo disparo. (Foto: Archivo histórico de El Comercio)
Pedro Tenorio

Hoy 12 de setiembre todo el Perú debería vivir una gran fiesta democrática, pero lamentablemente no es así. Cumplimos 25 años de la captura de , el cabecilla de la banda maoísta que a sangre y fuego intentó capturar el poder y someternos por medio del terror durante 12 años. Hace un cuarto de siglo los peruanos derrotamos una amenaza letal, pero no hemos tenido la grandeza de reconocerlo en toda su extensión y convertir esta gesta protagonizada por un puñado de policías en motivo de celebración unánime.

Hoy deberíamos guardar en escuelas y dependencias públicas un minuto de silencio por todas las víctimas de Sendero Luminoso y la violencia subversiva, celebrar desfiles y pasacalles en los que se enaltezcan valores cívicos y democráticos, dedicar espacios a la discusión y análisis de esta guerra y los esfuerzos de la sociedad y sus Fuerzas Armadas y policiales para vencer al fanatismo. Hoy deberíamos abrazarnos como hacemos cada 28 de julio, conversar en familia y amigos preguntándonos si podríamos dar un poco más por este país que llamamos patria. Hoy el Congreso y los partidos políticos deberían honrar la memoria de los caídos en la guerra contra el terrorismo (discúlpenme que no utilice la fórmula “conflicto armado interno”. No me nace, no puedo) sin mezquindades y bajo una sola bandera. 1992 fue el año que vivimos en peligro, pero parece que nos hubiéramos olvidado de ello.

Hoy debería ser un día de celebración en todo el Perú: sin obviar a las víctimas, sin ocultar los problemas estructurales que en determinado momento facilitaron el tránsito de algunos a la senda del terror y el asesinato selectivo que, por más de una década, golpeó a autoridades políticas pero sobre todo a maestros, dirigentes sociales, ingenieros, voluntarios que trabajaban en zonas de emergencia y miles de inocentes.

Quizás se tema que celebrar la victoria sobre Guzmán sea una manera de reconocer “el éxito” de Alberto Fujimori en esta guerra, un presidente que traicionó los ideales y el sistema mismo por el que fue elegido. Hoy sabemos, gracias a valiosas investigaciones de historiadores y periodistas, que este logro se lo debemos principalmente a un equipo de policías –el GEIN– que se sacrificó de muchas maneras para cumplir con su deber, y a una ciudadanía golpeada que, pese a ello, nunca bajó los brazos ni se abandonó ante la amenaza y el miedo. El Perú venció. Y todos deberíamos celebrar esta fecha a viva voz. Sin miedos ni mezquindades. Ese sería el mejor antídoto para que ningún fanatismo vuelva.